Durante miles de años, la humanidad tuvo hijos por necesidad. En una época sin máquinas, sin sistemas de seguridad social y sin esperanza de longevidad, cada nuevo nacimiento era una forma de asegurar el presente y el futuro. Un hijo servía como fuerza de trabajo. Ayudaba en los campos, en los talleres, cuidaba a sus hermanos menores o asistía a sus padres cuando envejecían. La infancia era un estadio breve y funcional: la utilidad del niño comenzaba apenas podía caminar. Tener muchos hijos era una forma de sobrevivir.
Con el tiempo, la sociedad se transformó. El trabajo infantil fue prohibido, la educación se convirtió en obligatoria y la infancia adquirió un valor distinto. Sin embargo, incluso con esos cambios, el sistema necesita nacimientos. Ya no para trabajar como niños, sino para funcionar como adultos. La estructura de las economías modernas se basó en una simple pirámide demográfica: los jóvenes, al trabajar y pagar impuestos, sostienen a los viejos. Tres trabajadores por cada jubilado. Después dos. Después uno. La alarma demográfica estaba servida: si la natalidad seguía cayendo y la longevidad aumentaba, el sistema iba a colapsar. Las jubilaciones serían impagables, el estado de bienestar se caería, y todo terminaría en crisis.
Ese era el escenario previsto. Pero no ocurrió así. Algo más fuerte irrumpió en la ecuación y la desarmó por completo: la inteligencia artificial (IA). Y con ella, la automatización, la robótica, el software autónomo y la capacidad de escalar la producción sin necesidad de humanos.
El caso del cáncer de pulmón es una buena ilustración de lo que pasa. En más de veinte países con recursos limitados, procesaron cinco millones de radiografías de tórax fueron con sistemas de IA. Esas imágenes detectaron nódulos sospechosos que habrían pasado desapercibidos. Se salvaron vidas sin necesidad de médicos adicionales, sin más equipamiento que un software. Lo que antes exigía personal especializado ahora lo realiza un algoritmo. Lo que antes era inaccesible, ahora es masivo y barato.
Las nuevas formas de trabajar
Este tipo de solución es apenas el inicio. Lo mismo que ocurrió con la medicina avanza con la industria, el transporte, la educación, el comercio. El trabajo como lo conocíamos deja de existir. No solo el trabajo físico, sino también el trabajo de oficina, los análisis contables, la programación, la atención al cliente, la redacción de contratos, la planificación de rutas logísticas. Todo puede ser automatizado.
Esto tiene una consecuencia brutal: ya no se necesita mano de obra. No en el sentido clásico. No en la escala que conocíamos. Y por lo tanto, ya no se necesita que nazcan más personas con el objetivo de mantener el sistema productivo. El problema de la natalidad, tal como se planteaba, desapareció.
La misma IA que hace que una persona de 80 años reciba un diagnóstico precoz, es la que libera a la economía de depender de jóvenes
Muchos siguen pensando que necesitamos más nacimientos para sostener a los jubilados. Pero eso solo tiene sentido si el trabajo humano sigue siendo la base de la riqueza. Ya no lo es. El mismo avance tecnológico que extiende la vida humana es el que permite sostenerla. La misma IA que hace que una persona de 80 años reciba un diagnóstico precoz, es la que libera a la economía de depender de jóvenes para producir bienes y servicios.
En consecuencia, los países tampoco necesitan recurrir a la inmigración masiva como solución demográfica. La necesidad estructural desaparece. Con ella, desaparece también la urgencia de legislar, incentivar o forzar cambios culturales para aumentar la tasa de natalidad. La inmigración deja de ser una necesidad y se convierte en una opción política. Y tener hijos deja de ser una imposición funcional del sistema para convertirse, simplemente, en una decisión personal.
La respuesta de los gobiernos
Cada ser humano que nace, a partir de ahora, lo hace porque alguien decidió tenerlo, no porque el sistema lo requería. Esa transformación es tan radical que aún no se ha procesado. Los gobiernos actúan como si el viejo mundo estuviera vigente. Incentivan nacimientos, diseñando políticas para “estimular la fecundidad”, calculando ratios entre activos y pasivos. Pero todos esos problemas están resueltos. El problema de la natalidad, como cuestión estructural, ya no existe. La única razón para tener hijos hoy es el deseo individual.
El desafío ahora es otro: cómo garantizar que esos pocos hijos vivan bien. Cómo asegurar que tengan una educación real en un mundo donde el conocimiento cambia cada mes. Cómo integrar los avances de la IA a sus vidas sin marginarlos. Cómo prepararlos para una sociedad sin trabajo, donde el valor no se mide por la productividad sino por otras capacidades. Todo lo que antes era un problema de cantidad pasa a ser un problema de calidad.
La humanidad ya no necesita preocuparse por llenar fábricas o financiar pensiones. Necesita pensar cómo vive la gente en un mundo donde el trabajo dejó de ser el centro. Necesita reordenar sus prioridades. Porque si seguimos hablando de natalidad como si fuera el siglo XX, vamos a perder tiempo y recursos en resolver un problema que ya no está. Dejemos de planificar para un mundo que ya no existe. La IA desactivó el antiguo modelo y es hora de empezar a construir el nuevo.
Las cosas como son.