El desarrollo acelerado de la inteligencia artificial (IA) plantea desafíos que van mucho más allá del terreno tecnológico. Esta herramienta, que ya influye en múltiples aspectos de la vida cotidiana —desde los sistemas de recomendación en redes sociales hasta los procesos de toma de decisiones públicas y privadas—, avanza con una velocidad que supera la capacidad de reacción de los marcos institucionales. En este contexto, la ausencia de reglas claras o incipientes (como el caso de la UE) no es neutral: representa un riesgo real para los derechos, la equidad social, la sostenibilidad y la estabilidad democrática.

Algunas problemáticas donde poner foco

Uno de los principales problemas es que muchas decisiones que afectan a millones de personas están siendo delegadas a sistemas automatizados cuya lógica es, en la mayoría de los casos, opaca. Estos algoritmos operan con criterios que los propios usuarios desconocen y que incluso escapan a la comprensión plena de sus desarrolladores. Esta falta de transparencia no solo dificulta la fiscalización, sino que debilita la confianza social en la tecnología.

La IA aprende de datos históricos, y con ellos también hereda prejuicios, errores y desigualdades. Sistemas supuestamente “objetivos” pueden, en realidad, reproducir patrones de discriminación. Esto no es una falla técnica aislada, sino una consecuencia de su diseño. Regular implica, entonces, garantizar que los algoritmos no se conviertan en instrumentos que perpetúen exclusión o desigualdad bajo el amparo de la eficiencia.

El uso masivo de datos personales para entrenar modelos también tensiona los límites del derecho a la privacidad. Sin políticas claras de protección de datos, los ciudadanos quedan expuestos a un sistema de vigilancia extendida que trasciende gobiernos y fronteras. Además, el uso político de algoritmos capaces de amplificar ciertos discursos, manipular información o intervenir en procesos electorales ya no es una amenaza teórica, sino una práctica documentada en varios países.

El medioambiente y la sostenibilidad: los olvidados de siempre

Pero además de los impactos sociales, éticos y políticos, hay una dimensión que empieza a ganar visibilidad: la energética. El funcionamiento de la IA, especialmente de modelos de gran escala, requiere una infraestructura intensiva en recursos. Cada modelo implica procesos de entrenamiento y operación que demandan cantidades considerables de electricidad, tanto para el procesamiento como para la refrigeración de los equipos. Esta necesidad creciente ha puesto presión sobre los sistemas eléctricos en los principales polos tecnológicos del mundo, generando cuellos de botella y forzando nuevas estrategias de abastecimiento.

No se trata solo de IA…

La expansión de la IA, combinada con el crecimiento del internet de las cosas y el almacenamiento en la nube, anticipa una triplicación de la capacidad global necesaria para los centros de datos en menos de una década. Esto obliga a repensar el lugar que ocupa la energía en la conversación sobre IA. No se trata solo de quién controla los algoritmos, sino también de quién puede alimentar esa infraestructura.

Oportunidades regionales para un futuro incierto

En este escenario, América Latina tiene una oportunidad única. Sus recursos naturales, especialmente en energía solar, eólica e hidráulica, la posicionan como una región capaz de proveer soluciones sostenibles a la creciente demanda energética de la IA. Países como Argentina, México, Brasil, Chile, Uruguay y Colombia ya están siendo observados por gigantes tecnológicos que buscan espacios con disponibilidad energética, espacio físico y baja latencia de conexión.

La llegada de estos actores puede generar beneficios importantes, como inversión extranjera, empleo especializado e impulso a la infraestructura digital; pero también traen grandes desafíos. La región deberá asegurarse de que estas inversiones no solo respondan a intereses externos, sino que contribuyan a un desarrollo equilibrado y sustentable. Esto implica reglas claras sobre uso del suelo, impacto ambiental, acceso a la energía y distribución de beneficios.

¿Quién regula la IA?

La regulación de la inteligencia artificial no puede quedar en manos exclusivas del mercado. Tampoco puede fragmentarse en iniciativas nacionales inconexas. Se requiere una coordinación internacional que fije principios comunes: rendición de cuentas, equidad, sostenibilidad, privacidad y acceso abierto.

La ciudadanía también debe involucrarse en este debate. La inteligencia artificial no es un asunto técnico reservado a expertos. Es una tecnología con impacto directo en el empleo, la salud, la educación, la justicia y la vida cotidiana. Por eso, democratizar su gobernanza y promover una cultura de vigilancia activa sobre sus usos es parte esencial del proceso regulatorio.

Con ese horizonte en la mira, los organismos multilaterales y las alianzas regionales tienen un rol central. Como es el caso de la cumbre EU-CELAC o el área de Ética de la Inteligencia Artificial de la UNESCO, creado por Gabriela Ramos, candidata a la Dirección General de dicho organismo. La gobernanza ética de la IA se debe construir con visión global, diversidad y fructíferos espacios de diálogo.