Llega a casa. Tras una larga jornada laboral, lo único que anhela es la tranquilidad de su hogar. Sin embargo, al abrir la puerta del portal, se topa de nuevo con ella: la silueta inconfundible de la bicicleta de su vecino, apostada en el rellano, apoyada contra la pared, ocupando un espacio que, en teoría, es de todos. Es un ritual diario, una constante que trasciende estaciones: invierno o verano, llueva o brille el sol.

Esta escena, aparentemente trivial, es en realidad uno de los conflictos vecinales más comunes y representativos de la tensión entre la comodidad individual y las normas de convivencia colectiva. Aunque la solución legal suele estar clara, el camino para alcanzarla está plagado de sutilezas sociales, interpretaciones legales y el siempre delicado equilibrio de las relaciones entre vecinos.

En España, la vida en comunidad se rige fundamentalmente por la Ley de Propiedad Horizontal (LPH), un texto que actúa como una suerte de "constitución" para cada edificio. Su objetivo es arbitrar los derechos y obligaciones de los propietarios, definiendo qué es común y qué es privativo. La LPH es meridiana en su concepción de las zonas comunes.

Espacios como los rellanos, pasillos, escaleras y portales no son meros accesorios; son arterias esenciales para el acceso, la circulación y, lo que es más crítico, la seguridad de todas las personas que habitan el inmueble. Su uso está destinado de forma exclusiva al tránsito y al acceso a las viviendas. Por tanto, la acumulación de objetos personales, como una bicicleta, no solo es una molestia, sino una desviación de su finalidad primordial.

El artículo 9.1.a) de la LPH es la piedra angular sobre la que se sustenta cualquier reclamación. Estipula la "obligación de cada propietario respetar las instalaciones generales de la comunidad y demás elementos comunes, haciendo un uso adecuado de los mismos y evitando causar daños o desperfectos". Si bien es cierto que la ley no enumera explícitamente "bicicletas" entre sus prohibiciones, la jurisprudencia y la doctrina legal han interpretado de forma consistente que almacenar objetos personales en zonas de tránsito constituye, precisamente, un "uso no adecuado" e indebido del espacio común.

El Código Civil, la base de todo el sistema

Para disipar cualquier duda sobre qué se considera "común", debemos remitirnos al Código Civil, que sienta las bases de nuestro derecho patrimonial. Su artículo 396 define con una claridad que la LPH no siempre tiene qué partes de un edificio son de titularidad compartida. En él se incluyen de forma expresa "los portales, escaleras, pasillos, corredores y los vestíbulos o rellanos". La clave aquí es el concepto de titularidad compartida e indivisa.

Esto significa que ningún propietario, por sí solo, puede arrogarse el derecho de usar una parte de ese espacio de manera exclusiva, ya que su propiedad pertenece a la comunidad en su conjunto. Dejar una bicicleta de forma permanente es, en esencia, una forma de "apropiación exclusiva" de un fragmento de un bien que no es solo suyo. La queja del vecino no es un simple capricho. Detrás de la bicicleta en el rellano se esconden una serie de problemas tangibles y graves:

  • Un riesgo crítico para la seguridad: Este es, sin duda, el argumento de mayor peso. En caso de incendio, terremoto o cualquier otra emergencia que requiera una evacuación rápida, un pasillo obstruido se convierte en una trampa potencial. La bicicleta puede dificultar la huida de personas, pero también entorpecer gravemente la labor de los equipos de bomberos y emergencias, que necesitan moverse con rapidez y equipamiento voluminoso. La seguridad colectiva debe primar siempre sobre la comodidad individual.
  • Molestias concretas y daños colaterales: Más allá del obstáculo físico, la bicicleta puede causar daños directos. Al moverla, puede rayar y deteriorar las paredes o las puertas de los vecinos. Puede dejar restos de barro, agua o aceite en el suelo, ensuciando un espacio que todos deben mantener. Además, puede bloquear parcialmente una puerta o dificultar el paso de personas con movilidad reducida, carritos de bebé o muebles.
  • El principio de igualdad y el "efecto dominó": Permitir que un vecino use el espacio común para su beneficio personal rompe el principio fundamental de igualdad en el uso y disfrute. Si uno puede dejar una bicicleta, ¿por qué otro no puede poner una maceta, un carrito de la compra o un armario? La tolerancia de una infracción genera un peligroso precedente que puede llevar a una degradación progresiva y generalizada de las zonas comunes.
  • La estética y la calidad de la convivencia: Un edificio con objetos dispersos por las zonas comunes proyecta una imagen de dejadez y falta de cuidado. Este entorno visualmente caótico afecta negativamente a la percepción del inmueble y, lo que es más importante, a la calidad de la convivencia. Genera resentimiento, crea tensiones silenciosas y erosiona el sentido de comunidad.

Ante la persistencia del vecino, la comunidad tiene un abanico de acciones progresivas:

  • La vía amistosa y el recordatorio informal: El primer paso, siempre recomendable, es el diálogo. Un recordatorio educado, ya sea en persona o a través de una nota en el tablón de anuncios, citando el artículo 9.1 de la LPH, puede ser suficiente. Muchas personas no son plenamente conscientes de la ilegalidad de su acto y rectifican al ser informadas.
  • El acuerdo en junta y la norma interna: Si la vía amistosa falla, es el momento de que la comunidad actúe como tal. En una junta de vecinos, se puede aprobar por mayoría una norma interna que prohíba expresamente el almacenamiento de bicicletas y otros objetos en las zonas de paso. Esta norma, una vez incorporada a los estatutos, da una base sólida y específica para actuar. Si el vecino infractor persiste, el presidente o el administrador de la finca deben cursar un requerimiento formal por escrito, instándole a retirar el objeto en un plazo determinado y advirtiendo de las consecuencias legales.
  • La vía judicial: Para los casos más graves y de reiterado incumplimiento, la LPH prevé una herramienta contundente. El artículo 7.2 permite a la comunidad (o a cualquier propietario afectado) interponer una demanda judicial contra el vecino que, de forma reiterada, altere la convivencia o cause daños a la finca o a los servicios comunes. Un juez puede ordenar el cese inmediato de la conducta e incluso imponer una indemnización por los daños y perjuicios causados.

La excepción que confirma la regla

Todo lo expuesto anteriormente es la regla general, pero existe una importante salvedad. Es posible que los estatutos particulares de una comunidad, redactados en su origen y aceptados por todos los propietarios, contengan una cláusula que permita específicamente el guardado de bicicletas en determinadas zonas comunes (por ejemplo, en un trastero habilitado o en un espacio específico del garaje). Por ello, es imprescindible revisar los estatutos antes de emprender cualquier acción coercitiva. Lo que en un edificio es una infracción, en otro podría estar permitido por su propia normativa interna.

El caso de la bicicleta en el rellano es mucho más que una anécdota vecinal. Es un microcosmos que refleja los desafíos de la vida en sociedad: el equilibrio entre el derecho individual y el bienestar colectivo, la importancia de conocer y respetar las normas, y la necesidad de un diálogo respetuoso antes de escalar a un conflicto mayor. La solución, aunque a veces engorrosa, existe y está bien definida. Requiere paciencia, firmeza y, sobre todo, una comunidad unida en la defensa de un espacio que, en definitiva, es la casa de todos.