Ayer oía, yendo al trabajo que el Rey volvía: nada mejor para un lunes de temperatura demasiado elevada para la época. Sí, hablaban de Juan Carlos, también conocido como el emérito, aunque también se lo podría llamar de maneras muy diversas y pertinentes, atendiendo al abanico de actividades poco elegantes, pero seguro que muy placenteras —y pongo también las económicas en este cesto—, que, fehacientemente, lo caracterizan.

La noticia es que volverá a España —obviando a aquellos que dicen que ya ha venido antes—, pero en todo caso este será su primer viaje oficial desde que oficialmente también estableció su residencia en Abu Dabi. Parece que no irá a Madrid, cuando menos en un primer momento, volverá vía Sanxenxo; nombre que no puedo evitar que me lleve —por una mera cuestión de media coincidencia cacofónica con una película—, a la España en blanco y negro, de la que no hemos salido y, parece, que no saldremos nunca. Por mucho que este mismo fin de semana se ha hecho un referéndum en el Estado español sobre la monarquía con más de 7.000 voluntarios y casi —he sido generosa con el redondeo— 100.000 votos, en el que ha ganado ampliamente la república. No me parece tampoco casualidad —no dejo de ver simbolismo en todo— que empiece por Galicia.

También se pone sobre la mesa con el anuncio de la llegada un encuentro nebuloso, por poco definido de cara a la galería, entre padre e hijo. El tema central en toda esta puesta en escena —que empieza con una posible llamada la semana pasada del hijo al padre—, es hacer ver que el Felipe VI es un buen hijo, pero a la vez que no es hijo de su padre. Es curioso que los que lo defienden hablen tanto, o pongan tanto énfasis en que el hijo no es como el padre. El primero de los argumentos —no sé por qué no se habla de su gran preparación o de algún otro atributo que no sea ser democrático porque no tiene cabida— es que ha renunciado a la herencia del padre. Y no hay más posible reacción que quedarse a cuadros, porque en todo caso habrá renunciado al dinero; cuando menos a una parte, pero en ningún caso a su herencia principal: ser rey.

Y ya que hablamos de dinero, hay un pequeño detalle que me molesta desde que la institución —hablo de la monarquía— se ha vuelto medio transparente, no del todo, pero tanto como para declarar un patrimonio —que no sé si es real o no—, pero que por millonario me parece del todo inadecuado para un trabajador del Estado. Hablo otra vez usando una definición de que utilizan a los monárquicos para alabar y justificar la figura del Rey y su gran servicio en España. Tendríamos que revisar el precio/hora del mercado real en un país que tiene niveles de pobreza inaceptables y carece de servicios básicos —desde salud a educación— cada vez más preocupantes.

No tengo ganas, sin embargo, de hablar de la monarquía; sí, de la democracia, mientras disfrutamos de la república de Ikea. ¿Puede la tan encomiada democracia española aguantar más cosas después de todo lo que está saliendo, y obvio lo que ya sabemos de antes, estos últimos días? A mí me parece que no, pero parece que este Gobierno sí que lo aguanta todo. Suerte que el Ejecutivo que tenemos actualmente es el más progresista de la historia de España, porque si no sería exactamente igual, pero declaradamente de derechas.