Hacía una semana que no daba pie con bola. En el caso de Lluís eso era tan excepcional –él cada día, siempre, venía con su lista de noticias, grandes y pequeñas sobre la ciudad– que era imposible que se le escapara hasta a un jefe novato. Muy novato, en este caso. A Lluís le pasaba algo. No era sólo la cara larga, sino que estaba en la redacción sin estar, ausente y preocupado.

Salimos a hacer un café o una cerveza o quizás fuimos a fumar en algún rincón de aquella redacción de La Vanguardia de la calle Pelai, no recuerdo bien este detalle. Entonces Lluís fumaba mucho. Casi todos fumábamos mucho.

—¿Qué pasa, Lluís?

Él contestó sencillamente que había muerto un familiar muy próximo de manera trágica, nada fácil de asumir. No es necesario decir aquí nada más. Dio los detalles del drama con la voz rota y añadió que sentía que podía haber hecho más. Eso era lo que le tenía sin ánimo. Pero bueno, que se ponía las pilas, que no podía ser, que había que hacer el diario...

Eran otros tiempos, principios del año 1990 o 1991, y en La Vanguardia los chavales con galones podíamos hacer cosas como enviar a alguien a casa una semana porque sí, porque se tenía que recuperar. Le decías al jefe –los nuestros tenían la voz dura y el corazón blando– le parecía bien y andando. En una semana, Lluís estaba con el empuje de siempre.

Fue el único momento en diez años que lo vi flojo, o sea sin traer cada mediodía sus noticias, sus historias, sus ideas.

El recuerdo más claro de Lluís era que trabajaba y trabajaba. Llamaba cada santa mañana antes de la reunión, siempre antes, para decir que tenía o tendría esto y aquello y cuántas páginas había aquel día y qué tal todo. No era el único, pero la gente así tampoco era –no es– mucha. Le preguntabas alguna cosa que no sabía y respondía que no lo sabía. Le pedías un teléfono de alguien que... y, pam, tenía uno o dos o tres teléfonos de alguien que... Así todo. Para un chaval que arrancaba como jefe de sección, tener gente como Lluís era una suerte colosal. Colosal.

Escribir no era lo suyo. Lo sabía muy bien y no le costaba nada advertirlo: eh, lo he escrito muy rápido, míratelo bien eh. Lo suyo era la calle, el intríngulis municipal de Barcelona, las noticias. Se las sabía todas y conocía a todo el mundo en la ciudad. Es lo que hace un buen reportero –y él lo era.

Hombre poco nostálgico, al menos aquellos años, siempre guardaba un recuerdo muy feliz para la redacción del Correu, que juzgaba fantástica porque todo el mundo trabajaba mezclado con todo el mundo, "no como en estas redacciones de ahora (las de los años 90), donde todo el mundo queda lejos y casi no se puede hablar".

Siempre podías contar con él. Discutía poco, nunca pedía nada, sumaba mucho, apenas se enfadaba y ayudaba a todo el mundo. No era que no tuviera ideas y que se acomodara al viento que soplaba. Qué va. Al contrario. Tenía su posición política y no la escondía demasiado. Pero también ponía en juego la virtud enorme de separar sus convicciones de su trabajo. Es complicado. Pocas profesiones piden este esfuerzo –juez, profesor...– y ninguna con la exigencia del periodismo. Lluís tenía eso. Es de buen periodista –y él lo era.

 

Lluís Sierra Dib ha muerto de cáncer este domingo en el Hospital de Sant Pau. Tenía 61 años. Había nacido en Barcelona y vivía en Sant Celoni. Se licenció en periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona. Hacía de periodista desde 1976. Era el decano de los reporteros locales de Barcelona. Trabajaba en La Vanguardia desde 1986. Antes lo había hecho al Noticiero Universal, El Correo Catalán y el Hoy.