Después de un año difícil, conviviendo con la pandemia del coronavirus, queremos coincidir para dedicar un tiempo al análisis y a la reflexión sobre la importancia del estudio del pensamiento con Marina Garcés (1973, Barcelona), profesora y directora del Máster de Filosofía para los Retos Contemporáneos de la UOC, autora también de varios libros sobre filosofía.

Garcés se dedica a la filosofía, "pero no sólo con una dedicación académica o profesional, sino también como una forma de participar en la sociedad, en la cultura, en los movimientos sociales, como forma de vida más personal e íntima", explica la filósofa, quien nos atiende en un contexto pandémico, rodeados de incertidumbres y de inquietudes que agravan los problemas de una sociedad que vive en burbujas y núcleos cada vez más aislados.

Marina Garcés Filosofa - Sergi Alcàzar

Foto: Sergi Alcàzar

¿Qué es lo que más inquieta o remueve a Marina Garcés?

Lo que más me inquieta es todo lo que deriva de poner el miedo en el corazón de nuestras vidas. El miedo es un mecanismo de defensa que tenemos los humanos y que nos permite reaccionar a amenazas externas. Pero me inquieta cuando lo hacemos nuestro, cuando se convierte en el lugar desde donde vivimos, sea como personas, profesionales, académicos, escritores... Sin embargo, también me inquieta cuando este miedo lo convertimos casi en el corazón mismo de la sociedad, aquello que da argumentos y razones de ser a una sociedad, que se convierte básicamente en un colectivo que se quiere proteger —y lo hemos visto ahora con la pandemia, pero no es nuevo de la pandemia—, por ejemplo, lo tenemos con las fronteras, con las maneras como decimos quiénes son los nuestros y quiénes son los otros, quién puede disfrutar de unos derechos y quién no, etc. Todo eso son manifestaciones del miedo, de un miedo que no es sólo aquel más reactivo —que puede ser necesario en determinados momentos—, sino que acaba siendo la razón de ser misma de tantas cosas que veo, y a veces las vemos muy cerca dentro de nosotros, no como una cosa de los otros.

¿Lo que más le preocupa pues, es el miedo?

Sí, porque es muy insidioso, invisible, incluso muchas veces se carga de grandes argumentos. Hay gente a quien le escuchas discursos muy sólidos, razonados, con muchos fundamentos y, en realidad, lo que están manifestando es su miedo a dejarse interrogar, a dudar, a mirar o a aprender del punto de vista de los otros, de otros colectivos, de otras sociedades o de otras personas. Muchas veces, el miedo vestido de fuerza todavía da más miedo, y este miedo al miedo para mí es una fuente de inquietud constante.

¿Y qué papel juega la filosofía aquí?

Para mí la filosofía es una disposición, una disponibilidad a perder el miedo a pensar, o al menos a atravesarla. No digo que se pueda perder nunca del todo, pero sí a tener herramientas de pensamiento, de dudas, de interlocutores, de atreverse a mirar el mundo desde otros puntos de vista, desde otras formas de pensar, desde otros tiempos y desde otros sitios, desde otras voces y desde otras vidas. Y para poder hacer eso, hay que sentirse capaces de atravesar el miedo.

La filosofía es una disposición, una disponibilidad a perder el miedo a pensar

El pensamiento filosófico para mí tiene mucho que ver con eso, con esta capacidad que tenemos de atravesarlo, con dejarlo atrás y no permitir que nos domine a través de una cosa tan sencilla y al mismo tiempo tan difícil como es aprender a pensar.

En una entrevista, leí que decía que "la filosofía no es útil o inútil, sino que es necesaria". ¿Por qué?

Muchas veces se ha presentado la filosofía como un lujo, como una actividad suplementaria, que está más allá de las necesidades de la cotidianidad, como una especie de entretenimiento de ricos y ociosos. Y pienso que eso no es verdad. Precisamente quien más necesita poder mirar las cosas de otra manera, es quien más se encuentra con la necesidad de tener que cambiarlas. Y eso implica poder hacer, poder dirigir y poder extraer consecuencias de los problemas y de las preguntas que verdaderamente nos afectan. La filosofía trata de eso, de hacer de la vida un problema común. De no dejarla sólo en la privacidad del individuo o en el monopolio de los que tienen el poder de decisión sobre la vida de los otros. Poder hacernos las preguntas necesarias juntos, que quiere decir los unos con los otros, los unos contra los otros, los unos respecto a los otros. Eso para mí es actividad filosófica y, por lo tanto, la pongo en la base más literal de la vida social, de la vida educativa, de la convivencia y de la relación de los unos con los otros. Con este sentido, la considero absolutamente necesaria.

¿No nos hacemos suficientes preguntas? ¿Nos tenemos que hacer más?

¡Es muy difícil hacer preguntas! Eso es una cosa que se ve mucho cuando los niños y niñas van creciendo y tienen la espontaneidad de la pregunta, aquella que incomoda, pero que en realidad la incomodidad es de los mayores, no de los niños. Quien no se deja hacer preguntas son aquellos que ya han demarcado unos límites de aquello pensable, de aquello evidente, de aquello que nos sitúa en un mundo y nos permite funcionar. Pero cualquier pregunta bien hecha vuelve a abrir estos límites, vuelve a abrir estas representaciones, vuelve a hacer que de alguna manera se nos muevan aquellos parámetros que nos daban unos marcos de funcionamiento y de reconocimiento.

Quien no se deja hacer preguntas son aquellos que ya han demarcado unos límites de aquello pensable, de aquello evidente, de aquello que nos sitúa en un mundo y nos permite funcionar

Hacer preguntas es no sólo tener la pregunta, es poder dirigirla a alguien que se haga cargo y que esté dispuesto a compartirla. Si eso pasa entre niños y adultos, socialmente está pasando siempre. Muchas veces hay preguntas retóricas que son para no preguntar nada, un hecho que pasa constantemente en esta sociedad de la comunicación hiperinflada que tenemos. Cuando aparecen las preguntas de verdad —que muchas veces no tienen respuestas fáciles, sino que abren caminos en los que tenemos que buscar y desplazar—, aparecen todas las alertas y alarmas.

Marina Garcés Filosofa - Sergi Alcàzar

Foto: Sergi Alcàzar

Los filósofos se dedican al estudio del pensamiento y a su análisis. ¿Cómo se tiene que explicar y transmitir este conocimiento en el ámbito educativo?

Hay muchas formas de acercarse a la filosofía entendida de esta manera que estamos desgranando, y que sería esta actividad que nos permite volver a pensar las cosas y hacerlo con otros. La tradición académica ha reducido la filosofía al estudio de la historia de la filosofía, donde entramos en conocimiento —y que considero muy necesario e interesante—, pero es un legado tan limitado como cualquier otro, porque establece un solo hilo, un solo canon, una sola lección que más o menos se va revisando. Y se revisa pero no se cuestiona la idea misma de que estudiar filosofía sea estudiar sólo la historia del pensamiento filosófico, entendido como tradición. Pienso que eso necesita de una revisión profunda en el sistema educativo.

¿Cómo se tendría que enseñar, pues?

Estoy muy a favor de todos los proyectos que sitúan la filosofía como una de las bases de todo el recorrido educativo. Igual que aprendemos los números, a leer, a escribir, a dibujar o a cantar, todo eso tendría que ir acompañado de una dedicación expresa al pensamiento. El pensamiento de aprender a formular preguntas, a elaborar respuestas, argumentos, nociones, conceptos y a hacerlo en vivo, con diálogo, en conflicto (en el sentido mejor de la palabra). Hacerlo aprendiendo a sentir también las disonancias que implica aprender a pensar en nombre propio, en un contexto donde no estamos solos. Tendríamos que dedicar más tiempo y más espacio en las escuelas, en los medios de comunicación, entornos colectivos, barrios, instituciones culturales, etc., para hacer entender que la filosofía es una actividad y no sólo un legado. Y desde aquí, ir incorporando, visitando, leyendo, contestando y conociendo cuáles pueden ser nuestros referentes y nuestros interlocutores culturales, tanto de la historia del pensamiento como también los literarios, miradas hacia la ciencia, hacia la vida política, integrando todos estos lenguajes.

En definitiva, incorporar la filosofía desde pequeños en todos los ámbitos...

Sí. La filosofía se puede entender de dos maneras diferentes con el conjunto de nuestros conocimientos y de nuestros saberes. Por una parte, como aquella arquitectura conceptual que lo sistematiza, lo ordena, e incluso, legitima y valida todos los conocimientos y las experiencias del mundo disponibles. La filosofía de Hegel sería el ejemplo máximo. O la de Aristóteles en el mundo griego. Por otra parte, no tanto como la posibilidad de ordenarlo y sistematizarlo todo, sino precisamente de hacer esta meditación, este diálogo, esta puesta en relación de cada uno de los ámbitos de conocimiento y de experiencia que tenemos del mundo, desde sus propios límites.

La filosofía nos muestra los límites y, por lo tanto, la posibilidad de desplazarlos de cada uno de los saberes

La filosofía nos muestra los límites y, por lo tanto, la posibilidad de desplazarlos de cada uno de los saberes, ciencias, conocimientos y experiencias posibles que tenemos del mundo. Los descentra y te permite decir: ¿Y eso cómo lo sabemos? ¿Y hasta dónde? ¿Y para quién es válido? ¿Y hasta dónde no lo es? Porque nunca es suficiente o nunca quedaremos satisfechos, es decir, nunca nos sentiremos plenamente situados desde cada uno de estos ámbitos. Por eso es una tarea crítica, de revisión constante de todo aquello que cada manera de ver el mundo acabaría dando por evidente, por obvio o por dado.

¿Qué debilidades detectas en nuestra sociedad?

Es una sociedad que tiende a una fragmentación cada vez más autorreferente. Pienso que todos somos fragmentos de mundo: cada persona o cada mirada sobre el mundo, también ahora que hablábamos de cada ciencia, de cada saber, de cada experiencia. El fragmento para mí no es malo. Quererlo sistematizar todo en un todo, es una posición autoritaria y cerrada. El problema es cuando los fragmentos dejan de relacionarse entre sí.

Los vínculos sólo existen mientras se hacen, no están dados. Si dejamos de hacerlos, lo que queda es una guerra de todos contra todos

Es como si pudiéramos jugar a montar mundos posibles a partir de los fragmentos que somos. Cada fragmento, cada segmento de la sociedad, cada franja de edad, cada grupo que se autorreconoce como tal, pasa sólo a relacionarse con sí mismo, con sus lenguajes, sus gustos, sus ideologías, sus redes sociales, sus referentes, sus ideólogos, sus líderes. Aquí tenemos un problema muy grande que es de incomunicación, aunque nos comunicamos mucho. En el caso de la política hace que se hable de polarización, en el caso de las redes sociales de autorreferencia, de bucle, de burbuja, y eso pienso que es muy grave, porque rompe precisamente los vínculos en el sentido más fino de los vínculos. Los vínculos sólo existen mientras se hacen, no están dados. Si dejamos de hacerlos, lo que queda es una guerra de todos contra todos, una colisión de mundos que dejan de pensarse desde ningún imaginario, ni de mundo, ni de futuro compartido.

Tenemos que salir de nuestra burbuja...

Y el problema es desde donde. ¿Es decir, cuándo tendemos a construir vidas cada vez más situadas en el espacio y el tiempo, en su propia unidad de convivencia —y con la pandemia se ha reforzado la tendencia que existía—, cuáles son los espacios, los tiempos y los lenguajes desde donde podemos entrar precisamente en esta verdadera conversación? No es una conversación entre los propios, sino que es el encuentro necesario entre los extraños. La ciudad se definía precisamente por ser el lugar donde se encuentran los extraños. Pero claro, se encuentran si hay espacios públicos, si hay espacios de trabajo relativamente estables y sostenibles.

Lo mismo pasa con el consumo cultural. Cada vez tenemos una carta más diversificada que está muy bien, pero si eso implica que acabamos no haciendo nunca experiencia de nada que no hayamos escogido en un menú de Netflix o en una cartelera absolutamente segmentada por targets, nunca nos extrañaremos ni de nosotros mismos. Entonces, esta vida social acaba siendo no sólo mucho más pobre, sino muy peligrosa políticamente, porque ya no hay capacidad de escucha de nada que no sea aquello que esperábamos encontrar y aquellos con quienes esperábamos relacionarnos.

Con la pandemia del coronavirus vivimos una situación excepcional donde todavía nos hemos encerrado más en burbujas. La incertidumbre se ha convertido en un factor clave y se ha hecho evidente un control social por parte del gobierno. ¿Cómo tenemos que gestionar esta situación?

Cuando hablamos de incertidumbre, tenemos que dar un paso más y preguntarnos: ¿De qué incertidumbre hablamos? Porque hay incertidumbres deseadas. Cuando hacemos diagnósticos como el que planteas, no estamos hablando tanto de incertidumbre, sino de amenaza. Es decir, sentimos que todo aquello que no sabemos —con quién trabajaremos, donde viviremos, a quién amaremos, etc.—, configura una amenaza constante sobre nuestras vidas. Entonces vivimos en un estado de alerta permanente, que como mucha gente ya ha señalado desde el ámbito sanitario así como desde la reflexión filosófica y sociológica, está provocando un profundo agotamiento en las vidas, los cuerpos, las mentes y nuestros afectos.

Esta constante relación de unas expectativas frustradas, que se deshacen a cada paso que damos, se convierte en realidad en una nueva certeza: Sabemos que hagamos lo que hagamos, no hay ninguna relación posible con que aquello ni continúe ni con que no continúe, ni que tengamos ninguna capacidad de trazarlo desde una relativa autonomía y, sobre todo, desde una posible implicación con aquellos entornos con que nos relacionamos. Cada uno de nosotros vive amenazado bajo esta incertidumbre. Aquí las vías son las de ensayar, buscar, acompañar, qué formas de alianza, de hospitalidad, de acompañamiento, de organización también política y social son posibles en estos entornos actuales, y como desde aquí ir tejiendo y articulando estas vidas, muchas veces en caída libre.

Marina Garcés Filosofa - Sergi Alcàzar

Foto: Sergi Alcàzar

Está involucrada en 'Espai en blanc', un "desafío" —tal como lo definen— que apuesta por potenciar el pensamiento crítico, de forma colectiva y experimental. ¿Vivimos en una sociedad donde nos falta poner más en práctica el pensamiento crítico?

Para mí la crítica sería aquella actitud que nos permite estar en aquello que pasa, en aquello que decimos, en aquello que hacemos de una manera atenta, precisamente a los límites de cada una de estas actividades, de estas actitudes y de estas posibilidades. ¡Uno de los males de nuestro tiempo es que hay mucho de conocimiento, mucha información, mucha actividad, mucho proyecto —vivimos por proyectos, ¡somos la sociedad de los proyectos!— y muy poca crítica. ¿Y crítica qué sería? No es decir si una cosa está bien o está mal, como nos hemos acostumbrado a pensar que hacen los críticos de cine o de literatura o como hacemos en las redes sociales con el me gusta o no me gusta. Eso es un juicio de adhesión o de rechazo.

La crítica no es una posición rígida sino que es un arte, un oficio, un aprendizaje constante que tiene que ver con el atrevimiento a hacer las preguntas que no tocan

Crítica es la posibilidad de hacernos las preguntas que decíamos antes: Hasta donde son válidos determinados argumentos, determinadas posiciones, cómo hacemos que aquello con lo que nos relacionamos muestre también sus propias condiciones, sus propias presuposiciones implícitas. Para mí la crítica no es una posición rígida sino que es un arte, un oficio, un aprendizaje constante que tiene que ver con el atrevimiento a hacer las preguntas que no tocan, y de decir: ¿Y todo eso que sabes, cómo lo sabes?

Una frase que siempre se ha dicho es: "La filosofía es hacer preguntas que no tienen respuesta"...

¡Mentira! Es hacer preguntas que quieren respuestas nuevas, diferentes y necesarias. No es entretenerse en el arte de la pregunta retórica, sino todo lo contrario, comprometerse con los problemas más incómodos de cada tiempo. Aquí están las preguntas que yo reivindico.

Hablando de frases, la felicidad es un concepto al que muchos filósofos han hecho referencia a lo largo de su estudio. ¿Es un error pensar que se puede conseguir ese estado de satisfacción máxima y absoluta?

La palabra felicidad es de las más maltratadas por nuestra evolución social y cultural. Se ha acabado convirtiendo en una especie de producto, de privilegio, de apariencia. Las redes sociales son un gran escaparate de falsa felicidad. Es como quien tiene ropa de una determinada marca o puede exhibir determinados viajes, amistades o comidas, que da un estándar u otro de felicidad, con lo cual, casi es como una palabra con la que cuesta relacionarse.

Las redes sociales son un gran escaparate de falsa felicidad

La reivindicación filosófica de la alegría es interesante y la hemos abandonado mucho. La alegría como aquello que sentimos cuando estamos bien los unos con los otros, con nosotros mismos, con una idea, con una sensación, con un deseo. Así como la reivindicación del deseo, que pienso que también está muy perdida. No sabemos qué desear a pesar de querer muchas cosas. El deseo se desplaza, no se satisface nunca. Tenemos un repertorio muy amplio no sólo de palabras, sino de todo lo que implica para pensarnos más allá de esta triste felicidad de escaparate en la que nos hemos ido quedando capturados en los últimos tiempos.

¿Para terminar, existe la sociedad utópica de Marina Garcés?

Tengo mucha manía a las utopías porque precisamente son imaginarios de la satisfacción plena, y me parece que sirven más bien para no mirar el mundo en el que vivimos, que me disgusta y me hace daño, pero al mismo tiempo me gusta y me entusiasma. Soy una apasionada en este sentido de aquello concreto: de las personas concretas, de los entornos concretos, que son sucios, que son oscuros, que son difíciles, que son incómodos, que son decepcionantes, que son dolorosos porque nos hacemos mucho daño, pero estamos aquí. Para mí, este deseo tiene que seguir estando vinculado a este lodazal que es el mundo. Si hay deseo, es para no dejarlo precisamente tal como está. Pero no me hacen falta utopías para desear cambiarlo.

Gracias, Marina, ha sido un placer.

A vosotros.