De las plazas del 15-M, ahora hace justo 10 años, salió una proclama: "Que no, que no, que no nos representan". Hasta que un profesor universitario y comunicador madrileño se hizo eco de aquel grito e intentó articular políticamente esta orfandad. Era Pablo Iglesias, que en mayo de 2014, después de picar piedra en las tertulias y en la calle, daba la campanada con cinco diputados de Podemos en el Parlamento Europeo. A partir de aquí, empezaba su auge, sin techo, con un discurso de ruptura y de impugnación del régimen, desde el IBEX hasta la monarquía, pasando por los gestos al independentismo. "El cielo no se toma por consenso; el cielo se toma por asalto", advertía el joven líder político. "Tic, tac," le decía al presidente Mariano Rajoy. Venía a sacudir el tablero envejecido y llegar a unas instituciones cada vez más alejadas de los ciudadanos. Primero los ayuntamientos, después los gobiernos autonómicos y finalmente La Moncloa. Y lo logró. Hasta donde pudo.

Otro joven abogado, en este caso desde Barcelona, vio otra oportunidad. No escuchó las proclamas de Plaça Catalunya y la Puerta del Sol, sino la súplica de un conocido banquero catalán: hace falta "una especie de Podemos de derechas". Quien escuchó aquel deseo era Albert Rivera desde el Grupo Mixto del Parlament de Catalunya, donde tenía tres diputados residuales con un partido, Ciudadanos, nacido contra el nacionalismo catalán y algunos consensos de la sociedad catalana. Después de varias mutaciones ideológicas --su programa era entonces muy limitado--, consiguió venderse como un símil a los partidos liberales europeos. El objetivo era dar el salto de Catalunya a España y ser la muleta de gobiernos, tanto de derechas (Madrid) como de izquierdas (Andalucía), a cambio de que se aceptara su programa de "regeneración". Y lo logró. Hasta donde pudo.

Hasta donde pudieron porque el sistema del 78 parece haber dicho basta. Estos dos caminos, que transitaban por vías claramente diferentes y habían conseguido quebrar el bipartidismo, parecen haberse estrellado contra sus límites. Las elecciones madrileñas han sido un buen termómetro de la política española. Ni la regeneración desde el interior del mismo sistema, ni la ruptura de sus cadenas cotizan al alza. Sí que lo hacen, en cambio, el repliegue y, según cómo se lea, el retroceso y la regresión. No sólo ha ganado la derecha más aznarista, sino que, además, la batuta la tienen los herederos de Blas Piñar. Aunque se disfracen de una derecha alternativa moderna, como hacen todos sus homólogos europeos.

En el caso de Ciudadanos, sigue el mismo camino que su predecesor, el UPyD de Rosa Díez y Toni Cantó: la absorción. Dejaron de ser un partido "liberal" para ser un partido de derechas en la plaza de Colón de Madrid. Y la derecha tradicional, con la ayuda del engranaje mediático conservador, se los ha acabado zampando. Ni siquiera el cambio estratégico y de liderazgo, propugnado por Inés Arrimadas, ha podido evitar la OPA del bipartidismo. El aviso fue en Catalunya: de primera fuerza con 36 diputados a penúltima con 6. La confirmación ha llegado en Madrid: de gobernar con 26 escaños a desaparecer de la Asamblea de Madrid. Si desde Murcia ya han huido decenas de cuadros de la formación, esto ahora podría ir a más. Es un partido amenazado, en peligro de extinción.

El resultado ha sido un poco mejor, en términos electorales, para Podemos. Pero Pablo Iglesias ha bajado del cielo al infierno en cuestión de un par de meses. Después de desaparecer del Parlamento gallego, y verse amenazado de desaparición en Madrid por las encuestas, decidió bajar al barro y dar un golpe encima de la mesa como si fuera una serie de Netflix. No consiguió vender el escaso capital político como socio de La Moncloa, obstaculizado por el PSOE. Ni siquiera consiguió cambiar el paradigma de la campaña, con la visibilización de la amenaza del fascismo más desacomplejado. Los madrileños acudieron masivamente a las urnas, sí, y le dieron una mayoría abrumadora a las derechas más ultras. Tanto que él mismo, consciente de todo esto, ha decidido ceder el paso y dejar la política, después de haber construido un hiperliderazgo en torno a su figura. El tiempo dirá si están a tiempo de evitar seguir el mismo camino que Ciudadanos.

De momento, tanto Albert Rivera como Pablo Iglesias ya son expolíticos.

¿Y el gobierno de coalición?

Habrá que ver como afecta todo esto al Gobierno de coalición. A priori, parece alejarse el escenario de un adelanto electoral en el Estado, que sería de una imprevisibilidad máxima. Pero el ejecutivo progresista ya se ha demostrado bastante inoperativo en su labor. Las ambiciones de unos se han estrellado contra los límites de los otros en el primer año. Las turbulencias no se han detenido, con un entorno mediatico completamente hostil. Y ahora se ha ido Pablo Iglesias, pero el establishment conservador todavía no se da por satisfecho. Basta echando una ojeada a las grandes cabeceras de la derecha mediática de los últimos días. Ahora tienen nuevos objetivos a abatir: Yolanda Díaz, Irene Montero e Ione Belarra.