Los berlineses que el viernes cenaban en un pequeño restaurante en el oeste de la capital alemana, ante una conocida iglesia católica de ladrillos rojos, no esperaban encontrarse en la mesa de al lado el president Carles Puigdemont, el personaje que desde hace dos semanas ha saltado a los medios alemanes y ha desbordado sus portadas.

De hecho, 24 horas antes tampoco el president y los diputados que les acompañaban se imaginaban que estarían en aquel pequeño y discreto local compartiendo abrazos. En cuestión de horas, la política catalana acababa de vivir un nuevo giro argumental dentro de una historia trepidante que –ahora ya sí- está consiguiendo captar la tan codiciada atención de Europa. Y sobre todo la de su opinión pública.

Las piruetas, sin embargo, en algunas ocasiones resultan excesivamente peligrosas como demostró la inesperada detención de Puigdemont en Alemania volviendo de Finlandia. "Mi deber como president no es estar silente. Dije desde el comienzo que quería explicar por toda Europa la situación política en Catalunya. Acepto las consecuencias ante el riesgo, es mi obligación", argumenta Puigdemont que constata que su estrategia de exilio empieza a conseguir resultados.

El president no sólo no se rinde sino que se adapta con rapidez. Se ha rodeado de un equipo de abogados de primer nivel y escucha sus consejos. Tan pronto como salió de la prisión, le aconsejaron desplazarse a Berlín. Y así lo hizo, a pesar de la rueda de prensa que había convocada para aquella misma tarde en Neumünster y a pesar de la caravana de diputados de JxCat y ERC que se dirigían a la localidad de Schleswing-Holstein para saludar su salida.

La ida de los parlamentarios primero a Hamburgo, pensando que iban a Neumünster para acabar finalmente en Berlín, con un complicado viaje por carretera, se convirtió en una auténtica gincana. Pero finalmente habían conseguido llegar y en aquel momento de la nocha compartían cena con un feliz Puigdemont en mangas de camisa, y con los perplejos berlineses que ocupaban las pequeñas mesas libres que quedaban en el local.

A aquella hora los restaurantes y cafés de Berlín estaban llenos de ruido y bullicio. La escena que protagonizaban los catalanes no era, por lo tanto, nada extraña para los habituales del local acostumbrados además a vivir allí las noches de Bundesliga y Champions a través de la gran pantalla que hay instalada en el comedor.

El restaurante escogido ocupa una esquina de un barrio residencial y tranquilo de clase alta. Uno más de los múltiples cafés y restaurantes de una zona acomodada. Casi nadie paseaba ya por la calle, y los pocos peatones que circulaban podían observar indiferentes a través de la gran ventana la escena que protagonizan los catalanes. Sólo Josep Maria Matamala, la auténtica sombra que permanentemente custodia a Puigdemont, parecía no bajar la guardia. Tampoco Elsa Artadi que aún intentaba recuperarse de los constantes obstáculos que habían tenido que superar en las últimas horas hasta llegar allí.

No hubo discursos, para no molestar a la clientela más de la cuenta, pero sí un recorrido del president por todas las mesas para conversar con todos ellos. Y muchos abrazos. Y selfies. Los episodios de conflictos internos que han ido carcomiendo al independentismo en las últimas semanas quedaron aparcados. Cuanto menos dentro de aquel local donde republicanos y JxCat compartían la satisfacción por una decisión judicial en Alemania que ha puesto en evidencia las debilidades de la argumentación judicial española y, por lo tanto, las razones para el encarcelamiento y exilio del Govern y los Jordis. Este fin de semana la consigna era volver a coordinar a los grupos independentistas en el Parlament. La realidad ya llegará el lunes.

De entrada, sin embargo, en la cena berlinesa del viernes, había más diputados de ERC que del PDeCAT, a pesar de la presencia del responsable de organización de la formación, David Bonvehí. Los que también estaban –porque nunca faltan- era el núcleo duro de independientes que Puigdemont fichó para JxCat, la guardia pretoriana del líder. Tan cohesionados que se resisten a renunciar a la investidura de Puigdemont. Tanto que, posiblemente, si no hubiera sido por su oposición, a estas alturas Puigdemont podría no ser ya diputado.

El president ha arriesgado mucho, como él mismo reconoce. Pero esta vez la mano que parecía que podía dejarlo definitivamente tocado ha resultado ser un triunfo. Y no desperdiciará la ocasión. Lo demostró con la concurrida rueda de prensa que organizó al día siguiente, sábado, en Berlín, con el tono del discurso que protagonizó y con la imagen de mano tendida al diálogo que dibujó.

Instalado los primeros días en un hotel en la capital alemana, se prepara para buscar un lugar donde vivir. El objetivo, sin embargo, es volver a Bruselas tan pronto como se lo permita la justicia alemana, si como apuntan medios de este país -e incluso miembros del ejecutivo de Angela Merkel-, la extradición por malversación también será desestimada.

De momento, Puigdemont ha visto cómo su popularidad se ha multiplicado en los últimos quince días en Alemania, el auténtico centro neurálgico de Europa. El Gobierno español no ha disimulado que el rechazo a la extradición había caído en Madrid como un cubo de agua fría. La vicepresidenta Soraya Sàenz de Santamaría tardó dos días en recuperar el tono de desafío. "Eso es una batalla, a veces parecerá que gane, pero ganaremos nosotros", advertía el sábado la número dos de Rajoy.

Los llamamientos al diálogo que Puigdemont lanzó desde Berlín impactaron una vez más, en cuestión de horas, contra el No implacable y granítico del Gobierno español. El pulso es espectacular y el Estado no quiere aflojar. El mismo sábado en que Madrid rechazaba la mano tendida de Puigdemont, un grupo de diputados de JxCat se vieron increpados por estudiantes españoles por las calles de Berlin, les echaron en cara el lazo amarillo.

Pero Europa está marcando distancias con el discurso del Estado español. El viernes por la noche, los berlineses que compartían local con Puigdemont acabaron haciéndose fotos con él.

Hace más de 50 años y a no mucha distancia del restaurante donde cenaba la delegación catalana, el carismático John Fitzgerald Kennedy proclamó desde el ayuntamiento de la ciudad, entonces dividida por un muro que separaba dos mundos, que todos los hombres libres sea cuál sea el lugar donde viven son ciudadanos de Berlín. JFK, que cinco meses más tarde sería abatido en Dallas, hizo famosa la frase que: "en tanto que hombre libre, estoy orgulloso de las palabras Ich bin ein Berliner [yo soy un berlinés]". El viernes, Puigdemont en unas circunstancias y un momento del todo diferentes se sintió berlinés porque se sintió libre.

Al acabar el encuentro, el president se calzó un jersey negro, un abrigo y una gorra negra y abandonó el restaurante con la ruidosa comitiva. La suave noche berlinesa de este viernes lo rodeó rápidamente para hacerlo desaparecer en la discreción que siempre persigue. Al día siguiente la capital alemana lo recibió con un sol brillante que inundó las calles y los parques de gente sedienta de calor y luz. En Madrid, en cambio, no consiguieron librarse en toda la jornada de unas nubes espesas y grises.