España se ha sumado a Portugal y Francia, que hace diez días declararon el estado de alarma —allí le llaman estado de emergencia—. Se ve que la nueva normalidad es vivir en condiciones de excepción, recortados los derechos y libertades elementales como condición para abordar la crisis sanitaria y económica de la COVID-19. El estado de alarma ha servido, de entrada, para limitar la libertad de ir y venir, tan básica y natural, que olvidamos cuántos han muerto para que la disfrutemos. En consecuencia, la libertad de reunión también se ve restringida y, con ellas, la de manifestación. Todo bajo la amenaza de multas y controles policiales. De eso van las portadas de hoy que, por primera vez desde marzo pasado, cuestionan y ponen en duda la acción de gobierno que supedita la eficacia contra la pandemia a la limitación o suspensión de derechos y libertades.

"El problema de los estados de emergencia es que tienden a renovarse", ha dicho Jean-Marie Burguburu, presidente de la Commisión Consultiva de los Derechos del Hombre de Francia. Es una apreciación a la que vale la pena prestar atención. Le ha hecho eco, en Le Monde, Claire Hédon, la Defensora de los Derechos —equivalente a la Sindicatura de Greuges o al Defensor del Pueblo—, alarmada ante "una restricción de las libertades públicas sin precedentes en tiempo de paz" e inquieta por "la dictadura de la urgencia". Tanto el abogado Burguburu como la periodista Hédon coinciden en que no es necesario declarar el estado de emergencia para lidiar con la crisis; el arsenal legal ordinario ya ofrece al Presidente y al gobierno los instrumentos necesarios.

Las barbas del vecino

Quizá te inquiete tanta presencia francesa. Es sencillo: el estado español y sus instituciones son una mala copia de Francia, como recuerda a veces Martí Anglada, periodista veterano y exdelegado de la Generalitat en París. Pasa allí, pasará aquí. De hecho, Sánchez se ha inspirado en la propuesta del presidente Macron al legislativo francés: ampliar el estado de emergencia hasta el 16 de febrero. La Asamblea Nacional ya la ha aprobado. El Senado la vota esta semana. Recuerda que, desde los atentados en París de 2015, Francia ha ido renovando el estado de emergencia terrorista. Ahora Macron suma la emergencia sanitaria. O sea, que los nacidos en estos cinco años los han pasado todos en estado de emergencia —y espérate.

A Burguburu y Hédon les inquieta el riesgo de que la suma de esas circunstancias acabe por banalizar, también entre los ciudadanos, los estados de excepción y degradar las libertades que son el corazón de la democracia. El peligro más inmediato, sin embargo, es que los gobiernos caigan en la adicción y consideren las alarmas un recurso más de la caja de herramientas del Estado. En España ya podemos temblar. Porque eso es lo que pasa con el gobierno por decreto, mecanismo que ya no es excepcional como está previsto. También con el trámite de urgencia en las cámaras, que se utiliza ordinariamente para reducir las mayorías y acortar el debate de las leyes. Igualmente se abusa de la propuesta de ley versus el proyecto de ley: el gobierno pide a su bancada parlamentaria que introduzca legislación vía propuesta, que exige menos justificaciones y menos trámites deliberativos. Pasa con los organismos con mandatos caducados, que siguen ejerciendo sin vergüenza, como el Consejo del Poder Judicial. Etcétera.

Poder excepcional y abuso de poder

Por tanto, el estado de alarma fuera del control frecuente y regular del Congreso, cada 15 días como marca la Constitución, puede degenerar en un mecanismo que ahorre al gobierno explicarse y justificar actuaciones más comprometidas y duras, en un paraguas que proteja al Ejecutivo de rendir cuentas y someterse a la supervisión de los representantes de la soberanía popular. Las portadas van de eso. Preguntan si las restricciones a las libertades fundamentales son proporcionadas.

El problema de salud es grave. La economía está patas arriba. Los gobiernos no lo tienen nada fácil. Se critica mucho y son pocos los que proponen soluciones alternativas. Todo eso es cierto. La pregunta clave, sin embargo, es si medidas tan extremas como el estado de alarma, toques de queda, confinamientos, etcétera, serán eficaces para abordar la crisis. Nadie lo sabe. No hay una buena respuesta a esta pregunta y menos en política, donde las teorías no son nada hasta que no se prueban en la práctica concreta de gobierno. Algunas portadas de hoy, por mucha demagogia que arrastren, son importantes porque hacen su trabajo: poner en debate las decisiones gubernamentales y cuestionar a los gobernantes —y a sus expertos y tecnócratas— cuando se arriesgan a cruzar la línea roja que separa el poder excepcional del abuso de poder.

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