La máxima aspiración de un independentista es la independencia. En cambio, la máxima aspiración de un españolista consiste en eliminar a los catalanes del mapa. La desproporción entre las dos ideas es brutal y, por este motivo, no se pueden comparar a los independentistas con los españolistas. El españolismo no sólo pretende la unidad de España, a lo que aspira, sobre todo, es a la destrucción del hecho vivo de Catalunya, a la desaparición absoluta, en primer lugar, del independentismo, y a la larga, de la personalidad nacional catalana, a la desaparición de los catalanes como sujeto político, de todos los catalanes —voten lo que voten— y que sólo queden los colonos españoles ya instalados en Catalunya. España exige la uniformidad y la sumisión sin medias tintas. Ningún independentista no ambiciona, por ejemplo, catalanizar Madrid, ni imponerle la lengua y la cultura catalanas, ni exportar a las tierras castellanohablantes el tipo de vida de la sociedad catalana, ni por las buenas ni por las malas. En contraste, la gran ambición del españolismo es la homogeneidad absoluta de España —le llamaban “armonitzación” en los años ochenta—, ahora ya a toda costa, quieren conseguir destruir la minoría nacional catalana, hoy con represión, otras veces, con buenas palabras, pero siempre con la misma intención manifiesta. Porque la existencia de España no pone en cuestión el proyecto nacional catalán y, en cambio, el proyecto nacional español está construido sobre la desaparición de Catalunya.

Esta sentencia vengativa contra los presos políticos demuestra el contundente fracaso de una justicia sonámbula que se ha dejado instrumentalizar para hacer política, que se ha dejado manipular para ejercer la represión y la destrucción del enemigo político. Esta sentencia no es el fracaso de la política sino el fracaso absoluto de la justicia. De hecho, es la apoteosis de la política colonial española. Apoteosis de la política entendida como agresión, de la política fulminante que practican Donald Trump o Recep Erdoğan, entre muchos otros salvadores de la patria. Hoy, sólo nos faltaba oír la felicitación al Tribunal Supremo del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, diciendo que los jueces habían hecho su trabajo de manera admirable. Toda la representación teatral del juicio, todas las estrategias de sumisión y de posibilismo, todos los intentos de clemencia y de mercadeo de los ingenuos abogados de la defensa no han servido para nada, como ya habíamos advertido algunos comentaristas. En el juicio nunca hubo ninguna posibilidad tangible de obtener la absolución porque la sentencia punitiva y ejemplar ya estaba escrita antes de empezar. El juicio fue una farsa. Que la severísima condena sea por sedición y no por rebelión es un detalle técnico que sólo interesa a los juristas, que no cambia sustancialmente la realidad de unas penas que sólo son revancha y escarmiento.

Los miembros del Gobierno Puigdemont, la presidenta Forcadell y Jordi Sánchez y Jordi Cuixart escucharon demasiado, temerariamente, a los aprendices de brujo, a todos esos expertos juristas que les aseguraron que, con la ley en la mano, no estaban haciendo nada ilegal. Señalo con el dedo a Carles Viver i Pi-Sunyer y a toda la colección de sabios jurisperitos, a todos los listillos de la toga que se creyeron que esto podía ser una disquisición legal y no una lucha política. Señalo con el dedo a todos esos intelectuales de escritorio, a todos esos jurisconsultos que tienen una percepción tan borrosa de la vida real. Y reprocho a los prisioneros políticos no haber entendido suficientemente con qué se estaban enfrentando, no haber querido asumir claramente que las leyes de la política hace mucho tiempo que están inventadas. Que el Estado español está dispuesto a cualquier cosa para destruir al independentismo. Y que todo el Gobierno de la Generalitat, haciendo piña, tenía que haberse marchado al exilio, dejando de lado las rivalidades entre partidos, como hicieron acertadamente, Carles Puigdemont y Marta Rovira. La independencia no se logrará con buenas palabras ni haciendo caso de nadie que diga que tiene una fórmula mágica.