No sé qué tiempo tenían en Berlín. Pero lo cierto es que ayer la mañana se presentaba más bien fría en Barcelona, una hora antes de la llegada de los primeros diputados al Parlament que representa a todos los ciudadanos de Catalunya. Tanto a los independentistas como a los españolistas y también a los indiferentes, enfrentados como nunca se había visto hasta ahora. Visto no se había visto, que no, pero que algunos de los unos consideraban a los otros unos centralistas o españoles de mierda, eso pasa desde siempre, ya se lo juro. Y, simétricamente, que algunos de los otros consideraban a los unos como soberanistas o separatas de mierda, también pasa desde siempre, como mínimo, desde el restablecimiento del Parlament en 1980. Lo que sucedía hasta ahora es que no se decía abiertamente, eso se escondía en favor de la entonces nueva concordia democrática y de la buena educación, pero el hecho es que los interminables “años de paz” del franquismo fueron, además de muchas otras cosas terribles, un régimen de hipocresía generalizada en que las personas habían aprendido que valían más por lo que callaban que por lo que decían. El mal de Catalunya evitaba los aspavientos. Y el de la unidad de España, también. Todo el mundo se sentía débil. Y he aquí que ésta de ayer, la del año 18, es de las primeras hornadas de parlamentarios que cuentan con ciertos partidarios de hablar claro y de las actitudes expeditivas y contundentes. Algunos se burlan de los presos políticos, de los exiliados y califican de golpistas, terroristas, a los adversarios, a cara de perro. Y en el otro lado también hay quienes consideran a los rivales como verdugos, cómplices de la represión y colonos. Los insultos circulan en ambas direcciones. Lo que no quieren ni los unos ni los otros es que sea dicho, por eso todos se escandalizan mucho de los excesos verbales y de las actitudes hostiles de los que se significan como enemigos. En esto el Parlament es un fiel reflejo de la confrontación verbal, de la aventura acústica, que ahora vive la sociedad catalana. Lo cierto es que los hechos de septiembre y octubre del año pasado nadie los ha olvidado.

Decíamos que hacía fresquito ayer en el Parque de la Ciutadella y cuando llegó el candidato a la presidencia, Quim Torra, educado y tímido, mejillas rojas, venía caliente seguramente. A por él. Dos días antes había recibido invectivas muy agresivas por parte de los grupos de la oposición españolista y de Catalunya en Comú-Podem, españolista pero sector federal. Tanto por lo que había dicho el candidato como por lo que no había dicho, un varapalo. Incluso para una cuestión tan vital como las cruces de San Jordi. Para hundir aún más el clavo del garrote, la prensa de Madrid saludaba el previsible nuevo presidente Torra con todo tipo de epítetos amables: “putita catalana de Carles Puigdemont”, “psicópata”, “imbécil”, “racista”, “xenófobo” y siguiendo en ese tono, haciendo amigos. Junto, naturalmente, con todo tipo de amenazas más o menos disimuladas e irritadas, de personas que consideran que la democracia sólo vale la pena si el independentismo pierde siempre las elecciones. De personas que contaban con el voto negativo de la CUP para tener la satisfacción de desgastar la legitimidad de Carles Puigdemont, al menos hasta unas nuevas elecciones. Una España muy seductora, la verdad.

Con lo que no contaba, lo debo admitir aquí, es que el linchamiento mediático españolista contara ayer con el espontáneo Francesc-Marc Álvaro. A través de una dura intervención radiofónica y de un par de artículos en un diario, el conocido periodista señalaba a Quim Torra con el dedo, como un intruso inesperado, como un erudito extraviado en el mundo viril de la política profesional que bien pudiera ser que no acabara de comprender del todo. Y con vocación de servicio, muy pedagógico, héte aquí que precisamente ayer que se votaba al candidato de Junts per Catalunya, Álvaro nos advertía de la temeridad de nombrarle presidente de la Generalitat. Un intelectual, donde se ha visto que se pudiera escoger a una persona de ese tipo, cuando en realidad, más que un hombre de Carles Puigdemont, de lo que se trata es de un macianista. Atención que se nos ha colado un vindicador, un estudioso de la figura del presidente Francesc Macià, prueba irrefutable, según el gran periodista, de excentricidad, de independentismo sentimental, romántico, esencialista. La información que aporta Álvaro es exacta y oportuna. Lástima, sin embargo, que la profunda admiración que siente Quim Torra por Francesc Macià no quiera decir nada de todo eso. De hecho, le desautoriza. Quizás es que confunde al primer presidente de la Generalitat restaurada en 1931 con el poeta Ventura Gassol, el simpático autor de Las tumbas llameantes. Sólo desde el desconocimiento de qué y de quién fue Francesc Macià, sólo desde la improvisación y desde la urgencia del periodismo precipitado se puede sostener que un macianista es un individuo al que se puede considerar sinónimo de ingenuo y de soñador. Sin ir más lejos, recuerdo haber visto colgado en el despacho oficial del president Jordi Pujol un retrato de Macià en un lugar preferente, junto al de Enric Prat de la Riba. Y es que el teniente coronel de ingenieros Macià fue durante toda su vida un pragmático, un personaje formado en el rigor del positivismo técnico y en la intrepidez y la disciplina del ámbito castrense. Poseyó una personalidad realista e inteligente que supo aglutinar y conciliar a las diferentes familias políticas que confluirían en el proyecto ganador de Esquerra Republicana de Catalunya, que consiguió transformar en victoria mediática, a través de su juicio en París, el desastre de Prats de Molló. Fue un animal político de primera categoría que, sin tener ninguna tentación marxista, no dudó en viajar a la Unión Soviética para reclamar ayuda para la independencia de Cataluña en un determinado momento. Es perfectamente legítimo que se contraponga el aventurismo independentista de hoy con los viejos valores de la vieja Convergència Democràtica de Catalunya. Pero, para ello, no es necesario elaborar caricaturas innecesarias de Quim Torra, a su vez, un ex ejecutivo de una importante empresa multinacional que no se ha caracterizado nunca, precisamente, por cobijar a vendedores de humo ni a iluminados ni a amateurs. Se puede discrepar de la mayoría de la sociedad catalana que acoge con entusiasmo, en las urnas, la ilusión republicana, la oportunidad de regeneración y de dignificación del pueblo catalán que representan Carles Puigdemont y Quim Torra, Junts per Catalunya y Esquerra Republicana. Pero el escepticismo y la desconfianza respecto al proyecto separatista no debe significar, necesariamente, quedar atrapado en la melancolía y en resignarse a la caducada política autonomista del pájaro en mano.

Ayer hacía fresquito en el jardín que hay delante del Parlament de Catalunya. Cuando, horas más tarde, con el calor, se terminó la votación y Quim Torra salió ya como presidente electo de la Generalitat de Catalunya, ocho mozos y mozas de la Escuadra le presentaron armas como primera autoridad del país. Se desconcertó de repente e intentó hacer una media vuelta marcial que no le acabó de salir. Torra tiene todavía muchas cosas por mejorar y más sorprendido de su nombramiento está él que la ciudadanía. No es un militar, tampoco es un político profesional. De momento es una esperanza.