Es obvio que si la Justicia española no se atreve a pedir la colaboración de los jueces belgas, daneses o suizos en su persecución de los políticos catalanes exiliados es porque teme ser desautorizada. De hecho, lo reconoció tácitamente el mismo juez Pablo Llarena cuando retiró la euroorden de detención de Carles Puigdemont, lo reiteró cuando desistió de reactivarla, a pesar de la petición del fiscal, ante las autoridades danesas y, de momento, está actuando con la misma cautela en el caso diferente de la exdiputada de la CUP Anna Gabriel Sabaté, que ha buscado refugio en Suiza. Todo ello avala la audaz estrategia iniciada por el president Puigdemont de poner en evidencia la parcialidad de los tribunales españoles con la vista puesta en la nulidad de todas las actuaciones. Y esto no sólo es importante para los exiliados. Es tambien una esperanza para los presos, para el vicepresident Junqueras, el conseller Forn y los Jordis.

Si el juez del Tribunal Supremo español no pide la detención y / o la extradición de los exiliados por miedo a que sus homólogos europeos no le den la razón, es que sabe que las imputaciones no se aguantan, y si no son lo suficientemente sólidas para los exiliados, tampoco lo serán para los presos acusados ​​de los mismos delitos y hace aún más escandalosa la medida cautelar de prisión preventiva.

Desde este punto de vista, el juez Pablo Llarena está absolutamente obligado a pedir la extradición de los exiliados, porque si no lo hace la prevaricación sería aún más evidente. Acusados ​​de los mismos delitos, el juez no puede procesar a unos y dejar de perseguir a los demás. Una u otra decisión sería injusta y adoptada con pleno conocimiento de causa. Así que más tarde o más temprano, se reformularán las acusaciones para justificar las extradiciones y tribunales de varios países europeos deberán pronunciarse. Que el juez Llarena haya pedido una traducción al castellano del Código Penal belga es bastante significativo.

Hay casi unanimidad en el mundo jurídico español, incluso entre juristas inequívocamente conservadores, respecto a que las acusaciones de sedición y rebelión no se aguantan habida cuenta la ausencia de violencia. Así que si los tribunales europeos no asumen los criterios de la Justicia española y reducen los delitos imputados, los tribunales españoles ya no podrán juzgar por rebelde a Puigdemont y demás exiliados, y si no pueden hacerlo contra ellos, ¿cómo lo podrán hacer por los consellers encarcelados y los Jordis?

Esta batalla no será corta, pero quizás más rápida que los recursos de amparo ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y podría incidir directamente en estos. El TEDH se guía por criterios precisos respecto al derecho de los acusados ​​a un tribunal imparcial. El artículo 6 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, que obliga a España, dispone: "Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa ... por un tribunal ... imparcial ... , quien decidirá ... sobre el examen de cualquier acusación en materia penal dirigida contra ella” y en una sentencia con la que el TEDH ya condenó a España (caso Castillo Algar) el tribunal resolvió que "el elemento determinante para constatar la imparcialidad de un juez consiste en saber si los temores del acusado pueden considerarse como objetivamente justificados. No habrá nada más objetivo que el juicio de otro tribunal europeo.

Todo hace pensar, pues, que la batalla jurídica no ha hecho más que empezar y que va para largo, pero esto no debería ser un factor de desánimo por los represaliados. La liberación de los presos y el retorno de los exiliados sólo será posible por la combinación de la nulidad de los procedimientos y un cambio político en España que alumbre un gobierno capaz de rectificar y pasar página.