Hace días que miro capítulos de las últimas temporadas de Girls. Aunque no he seguido la serie con orden y atención, diría que la historia ha ido ganando cuerpo con el tiempo. Cuando vi las primeras entregas me pareció que Lena Dunham no pasaba de hacer un retrato colorista de su generación. Ahora me parece que la serie va mucho más allá del estereotipo de la chica consentida de provincias que lucha por hacerse valer en una ciudad global diezmada por la crisis.

Una cosa que te recuerda Girls, y que ya había aprendido hojeando el Quijote, es que no hay gente extraña, sólo hay puntos de vista diferentes y convenciones. Todo el mundo se autoengaña y dice mentiras; todo el mundo está como una cabra, todo el mundo sobrevive como puede. La alegría que atraviesa las historias no tiene que ver con el bienestar material ni con los éxitos sociales de los personajes, sino con su actitud liberada y generosa ante los problemas que salen a su paso y sus ilusiones.

La vida de los héroes avanza a trompicones. Las relaciones humanas parecen una atracción de autos de choque. El amor no es una hoja de excel, ni una copa que simplemente se vacía con placer. Igual que las escenas sexuales, el amor es imperfecto, pero es un misterio tan real que nadie puede escapar de él. Aunque Dunham apoya al partido demócrata, cuando miras la serie entiendes que Trump ganara las elecciones. La crisis se ha llevado el yeso de gilipollez que enmascaraba a la sociedad del bienestar y los antiguos predicadores de la esperanza se han vuelto cada vez más nostálgicos, cínicos y desesperados.

Contra los prejuicios del viejo mundo que mantienen encalladas a las sociedades democráticas, la libertad caótica de Girls viene a ser una respuesta optimista al mundo tenebroso que describen Breaking Bad o las zagas de Zombies más famosas. La relación desvergonzada que la protagonista mantiene con su propio cuerpo explica bien el imaginario que Dunham trata de promover. Girls es, sobre todo, una serie contra la vergüenza y el autoodio que ha ido consumiendo el pensamiento occidental.

Exhibiendo siempre que puede los tatuajes y su sobrepeso, Dunham abre un camino para sublevarse contra el hedonismo remilgado y pretencioso, herencia de los miedos y de los desastres del siglo XX, que ha secuestrado la democracia y la idea del progreso. Contra las momias repintadas que viven encadenadas a las apariencias, y que invierten siempre sobre seguro, Dunham hace más para liberar a la sociedad de los anuncios de compresas que todas las proclamas feministas del mundo.

Girls dispara contra los discursos paternalistas que tan pronto glorifican la culpa y el complejo, como exaltan la protección del cuerpo. Si la protagonista fuera tan vulgar por dentro como lo es por fuera, la serie perdería su encanto. Hannah -la protagonista- es una mística por civilizar, o mejor dicho, es una mística que ante el derrumbe de unas expectativas y de un mundo, para sobrevivir y prosperar, da cuerda a la cabra que todos llevamos dentro para explorar nuevas soluciones.

A veces, mientras me miro los capítulos, pienso en políticos y amigos míos que se adornan con medallas del Màgic Andreu. Hoy, no hay nada más europeo y decadente, y por lo tanto más catalán, que la vergüenza. Girls recuerda que todos tenemos un universo para descubrir y explotar. Pero que no hay libertad sin conflicto, y que la gente con impaciencia para figurar y demasiado pendiente de controlar qué dirán de ellos, es incapaz de aportar ni cambiar nada.