Desde Barcelona en Comú defienden que la alcaldesa Ada Colau no debe renunciar a su cargo porque los hechos que se le imputan no buscaban el lucro personal. Sin embargo, el artículo 3.6 del Código de ética política de Barcelona en Comú establece que las personas de la candidatura que ocupen cargos electos se comprometen "a la renuncia o el cese de forma inmediata en todos los cargos, ante la imputación judicial de delitos relacionados con corrupción (...), ya sea en interés propio o para favorecer a terceras personas."

El entorno de los comuns se ha dedicado a lanzar acusaciones de corrupción sin esperar a los procedimientos judiciales debidos, a dar lecciones de ética política a diestro y siniestro, y a proclamar a los cuatro vientos una pretendida regeneración política. Me parece razonable que ahora se les quiera plantar ante el espejo y preguntarles si se reconocen: si consideran que lo que ahora hacen y defienden refleja lo que antes predicaban.

Más allá de incoherencias, me pregunto si hay que poner el listón ético tan alto. Si se quisiera revisar este precepto del Código, les recomendaría que se exigiera, como mínimo, que "sea firme el acto de apertura del juicio oral" (tal como dispone el actual artículo 25.4 del Reglamento del Parlament en relación a los delitos vinculados a la corrupción). Sin embargo, en el contexto de una eventual inhabilitación de la Presidenta del Parlament, los servicios jurídicos de la cámara también piden una reforma de este artículo del Reglamento con el argumento que, por respeto a la presunción de inocencia, se tendría que exigir una condena de los tribunales y que sea firme.

En la medida en que funcione la separación de poderes y cuanto más independiente, imparcial y efectiva sea la persecución de los delitos, resulta más soportable tener políticos que carguen sombras de corrupción

Esta situación me lleva a hacer una reflexión más profunda. En ausencia de separación de poderes y, especialmente, de un sistema de justicia independiente e imparcial, los partidos políticos y los votantes deberían exigir que los gobernantes y representantes fueran personas irreprochables éticamente, moralmente inmaculadas (y, por extensión, libres de eventuales máculas jurídicas).

En cambio, en la medida en que funcione la separación de poderes y, concretamente, cuanto más independiente, imparcial y efectiva sea la persecución de los delitos, resulta más soportable el hecho de tener políticos que carguen sombras de corrupción, entre otras conductas éticamente reprobables, sobre sus hombros. Frente a sospechas y debilidades éticas, podríamos dar prioridad a otras virtudes de los políticos, como la representatividad, la pericia y la efectividad.

La literatura medieval, concretamente el género denominado speculum (espejo), solía tratar las virtudes que debía tener el buen príncipe cristiano —como la templanza, la fortaleza, la prudencia, la justicia y la fe, como también la observancia de los acuerdos y las promesas. El Príncipe de Maquiavelo revolucionó este género literario: la virtud del gobernante no sólo dependía de la ética de sus conductas, sino de su competencia y efectividad. Según este manual de gobierno, la moralidad no es la única, ni parece la principal, vara de medir la virtud del príncipe.

Cuesta encontrar políticos competentes. Si, además, les exigimos que estén libres de toda sombra de sospecha nos condenaremos a tener gobernantes incompetentes o pusilánimes

Afortunadamente, con la separación de poderes y el resto de mecanismos jurídicos y políticos de las democracias liberales que permiten exigir responsabilidades y sustituir a los gobernantes, ya no tenemos tanta necesidad de imponer límites internos o autónomos (ni espejos literarios, ni códigos éticos). En general, podemos esperar que las instituciones competentes sigan los procedimientos preestablecidos y que impongan las medidas y castigos externos que correspondan.

En un contexto de desafección por la cosa pública y de menosprecio por la vocación política, cuesta encontrar políticos competentes. Si, además, les exigimos que estén libres de toda sombra de sospecha probablemente nos condenaremos a tener gobernantes incompetentes o pusilánimes. Tendríamos que concebir las virtudes como recursos escasos, dado que muy a menudo priorizar unas puede ir en detrimento de otros.

Un destacado miembro del Govern de la Generalitat una vez me confesó que había llegado a conseller gracias a estar libre de toda sombra de corrupción. Con franqueza y a riesgo de ser impopular, no creo que ese tenga que ser el factor determinante para elegir a nuestros gobernantes.

Pau Bossacoma es profesor en la Universitat Oberta de Catalunya