Con la declaración de independencia parece que pasa lo mismo que pasó con el referéndum de autodeterminación. No es casualidad que las dudas y los juegos de manos que empieza a generar el mandato del 1 de octubre vengan de los mismos sectores que estuvieron especulando con el sentido de las consultas populares del 2009, exactamente durante siete años.

No me sorprende que los mismos políticos e intelectuales que estaban convencidos que el referéndum no se celebraría o que quedaría decapitado en Barcelona sean los que ahora no ven la manera de defender una declaración de independencia. La política es un arte porque, en el fondo, es la cultura la que llena las acciones y los discursos de sentido y vincula las palabras con unas experiencias u otras.

Ahora, mientras escribo, veo que Quim Monzó ha retuiteado una fotografía de Mercè Rodoreda que muestra a la escritora con un cartel que dice: "Patriots Stand Erect". Monzó, que es el único autor vivo que encontré para aprender a escribir en catalán cuando empezaba a finales de los años 90, no ha transmitido nunca en su literatura, ni en sus artículos de opinión, una experiencia de lo que significa mantenerse derecho que no sea resistencial -y no querría que se leyera como un reproche.

Otro ejemplo que me viene en la cabeza es Sánchez Piñol y su magnífica novela Victus. Si Piñol no encontró la forma de escribir sobre 1714 en su propia lengua porque la repercusión del drama histórico le quedaba demasiado cerca, no me extraña que la mayoría de la clase política, que es menos imaginativa y libre de espíritu, sufra para visualizar qué pasará después de la declaración de independencia.

Sólo las personas que no se sorprendieron de la reacción de la gente el día del referéndum pueden entender hasta qué punto sería un error que el Estado catalán nazca supeditado a la aplicación del artículo 155. En la Europa de hoy, la violencia de los estados no es lo bastante salvaje como para pasar por encima de la determinación de tres millones de ciudadanos, y menos si tienen detrás de una historia como la de Catalunya.

Si el Parlamento vota la Declaración de Independencia antes de que Madrid haga el primer gesto de intentar tomar el control de la autonomía, los catalanes podrán defender sus instituciones como defendieron el referéndum, con honor y eficacia. Si vamos a remolque del Estado, en vez de defender el poder que ya tenemos, tendremos que pasar a la ofensiva para recuperar lo que hemos perdido y todo se volverá más complicado de lo que ya es.

España no tiene ninguna posibilidad de suplantar el papel de la Generalitat de manera frontal y expeditiva, en un conflicto abierto. Justamente porque la violencia no se puede ejercer como en el siglo XX, no podemos dejar que el significado de los discursos que hagamos y las palabras que pronunciamos tomen el sentido de los prejuicios que la celebración del 1 de octubre consiguió superar con tan esfuerzo.

El peligro mayor que veo es que España está constituida por dos culturas políticas taradas, que se retroalimentan en torno al recuerdo de la violencia. En gran parte, la cultura política catalana todavía vive del imaginario de Jordi Pujol, que es un señor de más de ochenta años que fue encarcelado y torturado por sus ideas políticas. Basta con ver el éxito que ha tenido el vídeo de Help Catalonia, para hacerse una idea de la fuerza demencial que en este país tiene el victimismo.

La cultura política española también necesita una actualización urgente. Sólo hace falta leer los diarios y escuchar que dicen los muchachos del PP para ver hasta qué punto el Estado está en manos de una oligarquía que no pagó el precio de la derrota del fascismo y del imperialismo europeo. Incluso Pablo Iglesias trata de aprovechar la excepcionalidad española para ir de bueno y jugar con las amenazas de Madrid cuando se refiere a Catalunya.

El referéndum se pudo celebrar porque detrás de la clase política catalana hay un grueso de gente que ha pasado página y ha creado un espacio de opinión que no responde en las consignas pujolistas. En España, la renovación de la cultura política es más difícil porque no hay ningún incentivo lo bastante importante, a corto plazo, para esforzarse en superar el pasado.

El 1 de octubre empezó a hacer traquetear un poco algunos opinadores y políticos españoles, pero los juegos de manos de la Generalitat les han vuelto a dar la razón en todo -si te lo miras desde su punto de vista. Al fin y al cabo, el respeto, igual que la libertad, hay que ganárselo. Pedirlo no sirve de nada, y menos si fuerzas las metáforas y apelas a los miedos y a los problemas que ya sabrías que tendrías para aplazar el cumplimiento de los compromisos adquiridos.