Buenas tardes y gracias por acompañarnos en este acto que celebra la Diada Nacional de Catalunya. Los tiempos en España no son fáciles para quienes muestran simpatía por la causa catalana, ni tan solo para aquellos que se acercan a escuchar nuestra voz, incluso desde la más absoluta distancia. Vuestra simple presencia, pues, en esta era tormentosa, ya es un signo de valentía y, desde luego, de compromiso con ese territorio otrora amable, y ahora saqueado, que se llama diálogo. Sinceramente, pues, muchas gracias por venir, por escuchar, por disentir sin despreciar, por estar.

El pasado 11 de setiembre mi columna diaria en La Vanguardia empezaba de esta guisa: “primera Diada Nacional, desde el franquismo, con presos políticos y exilio. Confieso que nunca imaginé iniciar un artículo del siglo XXI, en una democracia europea, con esta frase hiriente.” Tampoco imaginé, nunca, si me permiten, empezar así una conferencia aquí, en la sede de Blanquerna, en la capital de la España moderna, surgida al albur de una transición que nos llevó a la democracia. Pero esa es la realidad reconocida y dolida por millones de catalanes y, a la vez, es la realidad negada y despreciada por millones de españoles. El primer problema, pues, que nos confronta es el del lenguaje, porque si no tenemos una mínima gramática común, difícilmente podremos empezar a hablar. Ese es el primer consenso que se ha quebrado, aunque quizás se quebró desde los inicios, pero ahora se ha convertido en un muro babeliano que impide conjugar el verbo hablar, sin caer en demasiadas trampas. ¿De qué hablamos, pues, cuando decimos que hablamos de Cataluña? Porque no coinciden los diccionarios.

¿En qué momento la progresía, la izquierda, la derecha razonable, los demócratas españoles perdieron tanto el norte, tanto, que aceptaron que un serio y profundo conflicto político se podía resolver con la fuerza bruta del estado?

En este punto, es obligada una previa: esta conferencia, y los muchos discursos y declaraciones que se hacen desde el soberanismo y el independentismo catalán, difícilmente pueden dirigirse hacia aquellas ideologías que, ancladas en un nacionalismo español retrógrado y de corte imperial, nos niegan la identidad, los derechos, la memoria, incluso la historia de Cataluña. Sabemos, en propia piel, hasta qué punto esa España negra, hoy atribulada en micrófonos irredentos que hablan como si se iniciara la Reconquista, pero esta vez hacia el noreste, han edificado muros de dolor, rabia e incomprensión. Hay muchos, muchísimos don Pelayo y ningún Jovellanos en las tierras azules, naranjas y algunas rojo-patrióticas.

No, nuestro interlocutor no es esa hidra de la derechona revanchista, reaccionaria y represora, cuyas muchas cabezas nos han atacado secularmente. El interlocutor es y será siempre la otra España machadiana, la que se sitúa en la defensa de los valores civiles y democráticos, entiende la complejidad de un estado plurinacional y no cree que la fuerza bruta del poder deba imponerse a los consensos, los pactos y los diálogos. Es decir, la que no se asienta en la represión, sino en la política. Es a ustedes, a los que han defendido libertades, han creído en el progreso y han militado en la pluralidad, a los que nos dirigimos. A los únicos que podemos dirigirnos.

Pero, ¿dónde están? Porque, tomando el hilo anterior, han desaparecido incluso del consenso de las palabras, y ya no nos reconocemos ni cuando nos hablamos en castellano. Por supuesto no me refiero a la disensión en los proyectos, no vengo aquí a predicar la fe independentista, ni a denostar su apuesta por la unidad de España. Porque más allá de la divergencia ideológica está el consenso democrático, y ese es el que se ha quebrado brutalmente. No se puede asentar ningún diálogo, ni se puede recomponer nada, si los representantes legítimos del pueblo catalán están en las cárceles o en el exilio, tratados como delincuentes y golpistas. Líderes de larga tradición pacifista y democrática, luchadores por la libertad, considerados unos Tejeros cualquieras. ¿En qué momento la progresía, la izquierda, la derecha razonable, los demócratas españoles perdieron tanto el norte, tanto, que aceptaron que un serio y profundo conflicto político se podía resolver con la fuerza bruta del estado? Los votos de los ciudadanos catalanes tirados a la basura, con nuestros representantes encarcelados, judicializados, exiliados, suspendidos. ¡Por Dios, si hasta encarcelaron a Jordi Turull, un candidato a la Presidencia de la Generalitat, en plena investidura! ¡Y tenemos a Carme Forcadell, Presidenta del Parlament encarcelada durante meses por permitir un debate! ¡Un debate en un parlamento! Y nuestros dirigentes convertidos en rehenes, en delirantes prisiones preventivas o exiliados,  obligados a buscar la justicia en tierras lejanas; más de un millar -¡un millar!- de catalanes encausados por ejercer la protesta o la libertad de expresión; miles de ciudadanos aporreados por defender las urnas; nuestras instituciones intervenidas; el jefe del estado denostando a millones de catalanes en un discurso institucional; nuestra causa democrática manipulada, tergiversada, criminalizada en un relato periodístico que se ha convertido en aire del pensamiento crítico, metáfora de la imposición del pensamiento único; y en el escenario central, los derechos violados de una nación milenaria a la que no se le reconoce ni su condición de nación.

Hoy mismo, sin ir más lejos, se ha vuelto a denegar la petición de libertad al conseller Joaquim Forn, político amable, de fuertes convicciones democráticas, responsable político del éxito contra el terrorismo en el atentado de Barcelona, y escogido por su pueblo. Y ahí está, en la cárcel desde hace diez meses por haber convocado un referéndum en la Europa del siglo XXI.

 Hay un abismo insondable entre combatir el independentismo catalán, y hacerlo destruyendo la democracia española. Y eso se ha hecho con el apoyo de las fuerzas progresistas

No saben hasta qué punto nos sentimos huérfanos de la masa crítica española, de su progresía, de sus intelectuales y sus artistas comprometidos, capaces de defender cualquier preso político del mundo, menos a los presos políticos catalanes. Y sí, también huérfanos de sus periodistas libres, su sociedad civil, sus estadistas, si los hubiere. Hay un abismo insondable entre defender la unidad de España y defender la erosión de los derechos humanos en Cataluña, para defender la unidad de España. Hay un abismo insondable entre estar en contra de la independencia de Cataluña, y negarle su derecho a poder votarla. Y, desde luego, hay un abismo insondable entre combatir el independentismo catalán, y hacerlo destruyendo la democracia española. Y eso se ha hecho con el apoyo de las fuerzas progresistas.

Por supuesto, conocemos la letanía..., las leyes, la Constitución, el bla bla legalista del que se han apoderado para justificar una represión masiva que ha creado mucho dolor y rabia en millones de catalanes. Pero ninguna ley democrática, más allá de ser abusada y violentada, ni ninguna Constitución está por encima del derecho de un pueblo a su destino. Y, sobre todo, ninguna ley democrática puede justificar el delirio represivo al que se ha llegado, arrasando con todo, ciudadanía, representantes del pueblo, instituciones... No se frenan las ansias de libertad, destruyendo la libertad. Al contrario, se alimentan.

Obviamente cabe reconocer, que, aquellos que deseamos una República para Cataluña, hemos cometido muchos errores, sin duda, más de los deseados, y por supuesto no somos poseedores de la verdad absoluta. La verdad, como decía Mercè Rodoreda, es un espejo roto y cada uno tiene su trocito. Ustedes, nosotros, todos. Pero no les hablo de nuestros ideales o de los suyos. Claro que pensamos distinto y luchamos por proyectos diversos, quizás confrontados. Pero más allá de los errores, creíamos que existía un consenso de mínimos, un territorio donde la represión más abrupta contra un pueblo y sus representantes, nunca tendría cabida, ni substituiría nunca a la política.

Sin embargo, así ha sido y para desgracia de todos, también de España, han sido demócratas españoles los que han bendecido, participado o silenciado esa vía antidemocrática. Y si ustedes, los demócratas españoles, no están, ¿a quien nos dirigimos? Porque algo debemos dejar claro. No vamos a renunciar a nuestro derecho a la autodeterminación. Ni lo haremos, ni podemos hacerlo, aunque quisiéramos. No nos pertenece. Pertenece a nuestro pueblo, más allá de sus dirigentes y de sus representantes. Tampoco vamos a renunciar a nuestra vía pacífica, con las urnas como único altar de nuestras decisiones. Y por mucho que amenacen, repriman o encarcelen, ya habrán visto la última diada: somos resilentes a la represión. Hemos aprendido, generación tras generación a aguantar los envites y a proteger nuestros derechos. Esa es una vía que pueden ejercer una y otra vez, porque el poder del estado puede ser muy absoluto si se pierde el sentido democrático, pero no va a ningún otro lugar que no sea el de la destrucción de la propia democracia española. ¿O van a negar que lo ocurrido en Cataluña ha erosionado seriamente el estado de derecho español?

Por mucho que amenacen, repriman o encarcelen, ya habrán visto la última diada: somos resilientes a la represión

Debemos pues ponernos de acuerdo en una cuestión fundamental que responde a la gran pregunta: ¿van a continuar considerando que la vía de la represión es la única receta para afrentar el conflicto catalán? Porque si es así, la quiebra del consenso es definitiva. Claro que hay que restituir puentes, conjugar diálogos, hacer política, siempre nos encontrarán ahí, en el territorio de la palabra, porque somos gentes que amamos el pacto y el consenso. Pero nada se construirá normalizando la represión contra los representantes del pueblo catalán. Con nuestro President legítimo, Carles Puigdemont en el exilio,  nuestro Vicepresident Oriol Junqueras en la cárcel y el resto de dirigentes escogidos por los ciudadanos, y ahora represaliados, judicializados, encarcelados o exiliados, no hay tránsito posible, ni hay política por tejer. Porque se vulneraría algo fundamental de la democracia: el mandato del pueblo, emanado de las urnas. Estamos hablando de respeto a los pilares de la democracia. Estamos hablando del gran consenso, el de los derechos fundamentales. Y el estado español, desde la monarquía hasta el gobierno y quienes lo han apoyado, ha pervertido ese consenso.

 En este nuevo ciclo, en que volvemos a hablarnos, aunque sea tímidamente y con las heridas abiertas, cabe poner sobre la mesa esa idea central: nunca aceptaremos, millones de catalanes, que se represalóe a nuestros líderes políticos  y civiles por haber cumplido su mandato democrático. Apelamos, pues, a los demócratas españoles, a los progresistas, a los defensores de la Carta de los Derechos Humanos a restituir el diálogo bajo ese consenso básico: la cárcel no abre las puertas del diálogo. Al contrario, las dinamita.

Leí, de Pío Baroja, una frase demoledora que decía: “En España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad, el liberal lo ha sido, muchas veces, de pacotilla”

Leí, de Pío Baroja, una frase demoledora que decía: “En España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad, el liberal lo ha sido, muchas veces, de pacotilla.” En estos últimos tiempos, muchos catalanes hemos tenido la convicción de que la frase era tan cierta, como lacerante. Pero también estoy convencida de que es injusta, porque millones de españoles demostraron, con su propia sangre, que creían en las libertades. Muchos miles de ellos aún están en las cunetas. La cuestión no es dejar nuestros ideales aparcados, o aceptar renuncias de derechos fundamentales, sino volver a confrontar en el territorio común del respeto y la palabra. Para volver a disentir, para debatir proyectos, incluso para no entendernos, sin lastimarnos. Contrariamente a la maldad recurrente, los que queremos una República Catalana, no odiamos al Reino de España, y mucho menos a sus ciudadanos. Al contrario, nuestros lazos con España son familiares, culturales, sociales, sólidos. No se trata de odio, ni de rechazo, ni de desprecio a otros pueblos y a sus sentimientos. Se trata de la legítima defensa de nuestros derechos como nación milenaria, de nuestra convicción por el mandato de las urnas, y de nuestro amor por la libertad.

Valores democráticos para una nación de ciudadanos libres. Todo diálogo nos cautivará. Ninguna represión nos quebrará.

Gracias por venir. Gracias por escuchar. Gracias por disentir, sin despreciar.