Estas últimas semanas hemos podido asistir al último capítulo de una historia que viene de lejos y que no podemos dar, ni mucho menos, por acabada, como es la relación de los Estados Unidos con el procés soberanista catalán.

Me perdonarás, pero no puedo evitar ver aquí un juego a tres bandas entre las autoridades norteamericanas, el gobierno español y la Generalitat de Catalunya. El gobierno español no ha podido impedir los encuentros de los representantes de la Generalitat y de los EE.UU., pero ha utilizado sus cartas y ha conseguido imponer sus condiciones. Si realmente los EE.UU. se cerraran al proceso, los encuentros con los dirigentes catalanes ni siquiera se habrían producido. A la inversa, si el gobierno español no hubiera consentido –con gusto o a la fuerza– esos contactos, no hubieran tenido lugar los encuentros en Barcelona con su delegado y las organizaciones unionistas. Allí los congresistas ya pudieron conocer con bastante exactitud la posición del Gobierno español y de los contrarios al procés, y eso hacía innecesario ir a Madrid para volver a sentir lo mismo de un director general del ministerio de Asuntos Exteriores. Eso explicaría el sainete posterior de la cancelación de la visita de la delegación de congresistas norteamericanos en la capital del Estado.

Que los estados no intervengan no significa que no puedan estar informados de lo que pasa en otros países e incluso, que mantengan una postura al respecto que, por descontado, nunca se hará pública.

Sea así exactamente o con algún detalle diferente, los hechos ilustran cuál es el juego de la política internacional en relación con el procés. Los estados tienen establecido –y así lo ratifica la Carta de las Naciones Unidas– el principio de no intervención en asuntos internos de otros estados. En la actualidad, este principio tiene que entenderse en relación con la finalidad última del sistema de las Naciones Unidas, que es conseguir la paz y la seguridad internacionales. Las intromisiones de gobiernos extranjeros en asuntos internos comportan un riesgo de desestabilización interna, razón por la cual los estados deben abstenerse, por regla general, a menos que en un país tercero se provoque una situación que comporte un riesgo para la paz y la seguridad internacionales.

Ahora bien, que otros estados no intervengan no significa que no puedan estar informados de lo que pasa en otros países e incluso que mantengan una postura al respecto, que por descontado, nunca se hará pública. Aquí es donde juegan las reglas de la diplomacia: los gobiernos no pueden nunca moverse del discurso del "asunto interno", que están obligados a respetar. Pero ello no impide que órganos parlamentarios, instituciones o personalidades políticas de reconocido prestigio del mismo estado, se informen e incluso opinen, siempre puntualizando que lo hacen a título particular, como no podría ser de otro modo.

Es así como debemos entender lo que ha pasado las últimas semanas en torno al proceso soberanista de Catalunya y la política norteamericana. Sólo eso explica la importancia dada por Madrid a la visita de los congresistas norteamericanos en el Palau de la Generalitat y de Puigdemont al Centro Cartero y los esfuerzos que ha hecho para conseguir uno desmentido de la administración Trump. No hay que decir que, declaraciones aparte, las opiniones de think tanks y personas de prestigio van modelando la que será la actitud de los EE.UU. en función de como|cómo adelante|avance el proceso catalán.

Declaraciones aparte, las opiniones de think tanks y personas de prestigio van modelando la actitud de los EE.UU. en función de cómo avanza el procés

Esta situación nos remite a las declaraciones que hacía no hace mucho un conocido profesor catalán de Ciencia política, en las cuales afirmaba que los gobiernos extranjeros no se fijarían en Catalunya hasta que Catalunya no se les convirtiera en un problema. Esta afirmación me parece inquietante y hasta exagerada, ya que "ser un problema" a nivel internacional implica, cuando menos, un conflicto armado, que obligaría a las Naciones Unidas a intervenir.

No creo que sea este el caso, y los hechos que hemos visto a raíz de los contactos entre la Generalitat y políticos norteamericanos así lo confirman. Lo único que ha pasado es que la cuestión catalana está en el tablero europeo, últimamente tan agitado. De hecho, siempre lo había estado, al menos desde el Tratado de Utrecht, pero la coincidencia del procés catalán con la crisis de la Unión Europea, sus paralelismos con Escocia y otras naciones europeas con vocación independentista, y su relación con el Brexit, han hecho que los mandatarios norteamericanos hayan incluido a Catalunya en su agenda. Eso no implica necesariamente simpatía con la causa de la independencia catalana, pero tampoco con la unidad de España. Sólo es cuestión de que los objetivos del procés independentista coincidan, o se amolden a, con los intereses de otros países, como los EE.UU. Y eso sólo depende de los catalanes. No se trata, pues, de ser un problema sino de aprovechar una oportunidad.

Ferran Armengol Ferrer es Profesor asociado de Derecho internacional público y relaciones internacionales, Universitat de Barcelona.