Catalunya se siente traicionada. Los catalanes y las catalanas nos sentimos traicionadas. Es un sentimiento caprichoso, porque proviene del desengaño de una confianza previa. Duele más que la pura oposición o negación. Las traiciones, sin embargo, provienen de caminos diferentes, y los motivos por los cuales unos se sienten traicionados a veces son la causa de traición a terceros. Este es el círculo vicioso en el cual estamos inmersos. Vivimos en tiempo que podríamos llamar de "política de la sospecha".

Vemos cómo se vive este sentimiento en los partidos políticos sin necesidad de nombrarlos. Porque cuando el sentimiento aflora la estrategia decae, y todo aparece un poco más transparente.

Unos que se sienten traicionados porque los días seis y siete de septiembre se liquidó de facto el Estatut que tanto trabajaron para sacar adelante. Traición al legado y a la propia historia. Traición que no bebe tanto de la voluntad del pueblo sino de las instituciones que lo representan. Otros se sienten traicionados porque su concepto de justicia no acepta que sea perturbada por nuevas identidades. Sentimiento de traición que proviene de una defensa rígida sobre la idea de España y que juzga traidores a quienes se atrevan a refutarla.

El clima de traición evidencia los tiempos en que vivimos, donde impera la desconfianza. Es una política del sentimiento, de la visceralidad, de cuerpos atravesados por la tristeza y por el deseo

También hay otros que no se quieren sentirse traicionados, aquellos a quienes se acusa de traidores por los otros dos lados. Aquí la traición va de la mano de referencias a la equidistancia, donde subyace una sutil variación de la traición: traición por cobardía. Los últimos en acusar de traición se sienten a su vez traicionados por aquellos que se cuentan entre los "suyos", pero que consideran que la estrategia escogida –también cobarde– es una traición al pueblo que se manifestó el uno de Octubre. Para estos, la traición es llenarse la boca de lealtad mientras son los suyos son quienes sufren las consecuencias de lo que la ley entiende por traición, es decir, la cárcel.

La última traición ya se está cociendo. La elección de Quim Torra como candidato a la Presidencia de la Generalitat pone a las diversas partes en pie de guerra. También hierven las redes, lenta pero intensamente, por la impotencia acumulada por años de procesismo. Aquí la traición toma colores bélicos cuando se acusa de colaboracionistas de Vichy –el régimen francés que durante la II Guerra Mundial cedió parte del país al Tercer Reich– a parte de los que hasta hace cuatro días eran compañeros de lucha. Es una posición extremadamente desafortunada, que parte de un análisis de la sociedad donde sólo hay una verdad, la única que merece ser escuchada. El clima de traición evidencia los tiempos en que vivimos, donde la desconfianza impera como en la Florencia de los Mèdici. Es una política del sentimiento, de la visceralidad, de cuerpos atravesados por la tristeza y por el deseo. Y es normal que sea así, más cuando el juez Llarena se atreve a lanzar amenazas de traición bajo demanda, bailando entre la prevaricación y la seguridad que le proporciona el mazo con el que cierra sentencias. Esta es, sin duda, la peor de las traiciones: la de la impunidad del poder.