Basta con escuchar a Oriol Junqueras ejerciendo nuevamente de historiador un solo minuto para comprobar que el vicepresidente del país echa de menos las aulas y la labia académica con la frenesí de un yonqui que huele metadona. Cuando llego a la entrada de la Modelo, estampada en la calle Entença como un castillo medieval de familia pobre, Junqueras está justo en medio del patio que lleva a la primera cancel jugando con su hijo Lluc, a quien tira al aire como una peonza carnosa. El doctor Junqueras ha abandonado momentáneamente el disfraz mandataria para guiar una cincuentena de curiosos en la antigua prisión, un penitenciario que conoce muy bien (le dedicó un libro justo a finales de siglo pasado, cuando todo eso de la política todavía le debió parecer un juego) y que, cosas de la vida, ha ayudado a clausurar para siempre. Dicen que la visita durará una hora: pero el historiador, charlatán por naturaleza, no tiene mucha pinta querer ceñirse a la legalidad ni a los plazos establecidos.
Junqueras estudió la Modelo desde su creación (1904) hasta el estallido de la Guerra Civil española. El vicepresidente hace historia de él mismo y se recuerda joven, cuándo entró a investigar los orígenes la prisión disponiendo únicamente de un papeleo precariamente extendido en una oficina del primer piso: "un día cogí la carpeta de un archivo y cayó el esqueleto de una rata". Las prisiones, dice Junqueras, "son un retrato de las ciudades donde son metidas: expresan el espejo de lo más terrible, pero también de lo más esperanzador y civilizado". De hecho, a inicios del XX, la Modelo fue el sueño húmedo de los liberales higienistas, que idearon un centro modélico con celdas individuales relativamente confortables y un patio compartimentado con muros con el fin de evitar el contacto entre internos: los científicos, recuerda Junqueras, creían que la criminalidad "era algo susceptible de contagiarse".
Todavía en la entrada del edificio, el vicepresidente se lo pasa pipa recordando cómo la Modelo fue el primer centro del país al implantar el sifón acuático en los lavabos (un sistema de evacuar los excrementos que superó la tradicional y pestilentísima comuna) y disfruta de lo lindo mientras evoca los tiempos en que la prisión estuvo una isla de ciencia plantada en el centro de un Eixample que, lejos del sueño de en Cerdà, todavía se conformaba en un nido de barracas. La Modelo, ironías de la vida, también fue un centro de innovación donde los científicos expertos en antropometría estudiaban la forma de los cráneos de los internos, porque creían que la criminalidad derivaba de una forma corporal determinada. Hoy en día, pienso yo para distraerme, no hemos avanzado mucho: algunos científicos religan el delito a nuestra ideología de liberación.
El vicepresidente nos hace entrar en la prisión (disculpad la morbosidad: no lo he podido evitar) mientras explica que el idilio de la Modelo como experimento se acaba alrededor de la Primera Guerra Mundial, época de prosperidad inmensa por los industriales barceloneses que aprovechan el conflicto para subir el precio de los bienes de consumo básico y en que la ciudad se industrializa con el consiguiente estallido del obrerismo. El historiador recuerda con los ojos encendidos de alegría la Huelga de la Canadiense ("la más importante de toda la historia de Europa"), pasea con nostalgia por la niñez del movimiento sindical y recuerda personajes pintorescos como Manuel Bravo Portillo, un policía español que trabajó para los alemanes hasta el punto de acabar pelando al industrial Josep Albert Barret i Monet por el simple motivo de fabricar material para los aliados. Las cloacas, por desgracia, también tienen su historia.
La Modelo pasa de experimento a ser guarida de represión del movimiento obrero y la prisión que se había imaginado confortable empieza a hacer gala de sus tradicionales problemas de espacio. Acurrucado en el panóptico central de la prisión (el círculo desde donde los guardias podían espiar todas las celdas), Junqueras recuerda cómo el apretamiento del lugar era tal que a menudo había que enviar a algunos internos a otros centros, prisioneros que salían encordados del centro y se marchaban (a pie!) hasta la próximo destino. En la prisión la resistencia trabajaba: nuestro guía recuerda a Salvador Seguí, el chico del azúcar que modernizó el movimiento sindical (ojo al comentario: "lo pelaron justamente porque era moderado y conservador"), Francesc Lairet, Jaume Compte, Miquel Badia y cita de paso un tal Lluís Companys. Diría que el vicepresidente estima la revolución y los mártires, pero sobre todo le gusta la gente de orden.
Mientras visitamos algunas de las celdas (y aprovecho para hacer una reverencia ante la fotografía de Xiri), Junqueras recuerda la llegada del franquismo, cuando una prisión diseñada para meter a seiscientas personas albergaba más de cuatro mil, mientras glosa la represión dictatorial, enfático: "Franco mataba, y mataba hasta el final." Salimos al patio, paraíso qué tintado con la luz del atardecer parece una escuela inglesa venida a menos de donde por sorpresa podrían salir hileras de institutoras enfurecidas: Junqueras viaja en los años setenta y nos explica la época de los grandes motines, el tiempo del sida y la droga. Amante de la anécdota, el vicepresidente recuerda la destreza con la cual llegaba la heroína al patio: desde el exterior, se tiraba la droga congelada en cubitos que, deshaciéndose lentamente, vencían los agujereas de la red que coronaba el espacio de recreo, para caer así al patio a la hora convenida.
Oír hablar Junqueras de heroína tiene cierta gracia, puritano como es, me digo mientras repaso la marca de las cabinas telefónicas que había en los márgenes, marcadas en la pared como la inquietante silueta de una hembra voluptuosa. Acabamos la visita, mucho más tarde del previsto, en la paquetería de la prisión, el lugar donde se recibía y enviaba la correspondencia del centro y del qué se aprovechaba la proximidad con la calle para transformarla una guarida| improvisada y perversa de ejecución. Hay un círculo empapado de luz, entre las baldosas del espacio, que recuerda el alma de Puig Antich, ejecutado en garrote vil: "No quiero hablar mucho porque me provoca angustia –dice el vicepresidente. Cuando le pronunciaron la sentencia, preguntó el método con que lo matarían y cuando se lo comunicaron sólo pudo decir 'qué putada.', añade el vice con aquella voz que tiene cuándo le amenaza el llanto. Acabamos la ruta, en silencio.
La historia siempre se hace desde el presente y pasearse por la Modelo con el actual vicepresidente de la Generalitat, en un tiempo en que el independentismo vive a punto de desbordar la legalidad vigente puede llevar a morbosidades y distopías que ya os podéis imaginar y que ni hay que escribir. La Modelo puede ser un centro caduco e inútil, pero a través de la voz del historiador coge un peso inaudito: aquí rae la paradoja de un político como Junqueras que ha luchado por cerrar este centro vergonzante, aun afanándose por salvar su memoria. Quizás esta es la dicotomía entre las dos personas encarnadas en el vicepresidente: el político que trabaja para superar pantallas del videojuego y el historiador para a quién enterrar una época resultaría poco más que un crimen. Avanzar muchas pasas con el fin de retroceder algunas: esta sería la tarea de quien osa dedicarse a la cosa pública, aun conservando el disfraz de historiador.
He visto al doctor Junqueras encantado de explicarnos la Modelo y el espejo de ciudad y país que se escondía: sin embargo, pase lo que pase los próximos meses, también he visto al vicepresidente Junqueras con muy poco ánimo de volver a pasear entre rejas. La historia ya lo dirá.