Alejandro Fernández (Tarragona, 3/06/1976) es el clásico chico español al que llevarías sin ningún tipo de miedo a una comida con colegas catalanistas y, pasada la sobremesa y gin-tonics en boca, muchos de ellos te dirían que es tan buen tío que incluso lo acabarían votando. Fernández es uno de estos políticos relativamente jóvenes que se han educado en el mundo de la politología y de la tertulia televisiva, con el que Pablo Casado pretendía dar aires de renovación al PP antes de que Luis Bárcenas comprara todos los ventiladores disponibles en el economato de la prisión de Soto del Real para disponerse a tintar a sus antiguos jefes de excrementos. Si la posible irrupción de Vox en el Parlament ya hacía sufrir a Fernández, el actual mambo-jambo judicial del PP puede hacer que una formación que había rondado los 17-18 diputados con Alejo Vidal-Quadras y Alícia Sánchez-Camacho acabe en una residualidad digna del Partido Animalista.

Consciente del posible naufragio y fiel a un espíritu que todos sus amigos definen como liberal y conciliador, Fernández copió hace semanas la estrategia de Junts pel Sou, salpimentando su lista con Lorena Roldán, una tránsfuga de Ciudadanos a quien la nueva política (sic) de los naranjas fulminó con la misma facilidad que disparas un simpático pedo antes de acostarte, y Eva Parera, una antigua política de Unió Democràtica que ha aprendido de Josep Antoni Duran i Lleida y de Manuel Valls (de quien todavía es número dos en el Ayuntamiento de Barcelona) a defender con convicción las tesis políticas de quien te pague la fiesta. Previo al estallido del tema Bárcenas, Fernández quería presentar un PP con la corrupción pasada por la colada y un perfil moderado; visto como ha respondido Casado a la judicatura, con el clásico cuando pasó todo eso yo no estaba, en su camisa todavía habrá muchas manchas.

Si Fernández cae presa del ascenso de Vox, podría dejar al PP en Catalunya huérfano de un liderazgo político que, de seguir así, nadie tendrá ánimo ni tiempo para querer recomponer

La política es un asunto bastante cruel y todo lo que Fernández se ha currado durante años para regalarle a la sectorial catalana un perfil liberal-conservador (desde que batallaba para limpiar el PP de Tarragona de oligarcas panzudos) se irá al garete en poco más de una semana. Este es el final lógico de un partido que ya hace mucho tiempo, desde las firmas en contra del Estatut, que dice en voz alta que no necesita Catalunya para ganar unas elecciones generales. Pero Fernández no se rinde ni con el cuarteto del Titanic tocando Schubert bajo el agua, lo cual explicaría que una persona sensata como él comprara al publicista de turno una campaña hecha con un emoji inspirado en su barba y gafas que puede presumir de ser la más inframental en una carrera de altísimo nivel (era muy complicado, en efecto, superar la imagen de un sonriente y exultante Gerardo Pisarello haciendo ver que bailaba rap).

Para un hombre que tiene como referentes políticos a Margaret Thatcher y Ronald Reagan —es decir, apologetas del individualismo y de la meritocracia espartana— será toda una lección comprobar que a menudo las superestructuras de un partido y las jugarretas de la sociología pueden hacer que te acabes quedando realmente en bolas. En su próxima vida, Casado podría aprender de Aznar y dejar a gente como Santi Abascal vegetando a sueldo en una fundacioncilla asociada al PP antes de que le creen un contrapoder que, dependiendo de cómo vayan las cosas, puede dejar al partido conservador tocado de muerte. De eso no tiene ninguna culpa Fernández, pobrete, que ya bastante trabajo ha hecho con tener la colada a punto y no perder la sonrisa que inspira su emoji. Si cae presa del ascenso de Vox, podría dejar al PP en Catalunya huérfano de un liderazgo político que, de seguir así, nadie tendrá ánimo ni tiempo para querer recomponer.

Pero a diferencia de la mayoría de líderes unionistas del 14-F, fracase o no, a Fernández siempre le quedará la simpatía de la gente a quienes nos gusta una sobremesa con comensales más animados que el clásico catalanito que siempre tiene que irse a trabajar a las tres y media.