La ofensiva desatada a finales de diciembre de 1938 por el Ejército de Ocupación de Catalunya, nombre oficial de las tropas de Franco, culminó con la caída de Barcelona y el control de la frontera con Francia el 10 de febrero del año siguiente, último de la guerra. Catalunya, la República y la democracia quedaron sentenciadas. El 5 de febrero de 1939, los presidentes vasco, el lehendakari Joseba Andoni Aguirre, y catalán, Lluís Companys y Jover, cruzaron la frontera. Como recuerda el historiador Agustí Alcoberro (100 episodis clau de la Història de Catalunya, Cossetània Edicions) también lo hicieron "pero en un grupo intencionadamente diferenciado" el presidente de la República española, Manuel Azaña, y el jefe del gobierno, Juan Negrín. Empezaba el exilio, la posguerra y una durísima represión.

Entre 1938 y 1957, cuando el dictador ya se vestía de civil en los sellos de correos, hubo en Catalunya 3.400 ejecuciones. Al amanecer del 15 de octubre de 1940, Companys, entregado por la siniestra Gestapo a las autoridades franquistas, era fusilado en el castillo de Montjuïc. Benjamí Benet, un brigada de la Policía armada, le descerrajó el tiro de gracia, según relata Jordi Finestres (Retrat d'un magnicidi. Les últimes hores del president Companys, Llaura Llibres). En cierta ocasión, Benet dijo a su mujer y sus hijos: "Acabo de ordenar a un grupo de hombres que fusilen al presidente de la Generalitat de Catalunya, el señor Lluís Companys. Y yo lo he rematado en el suelo. Que Dios tenga piedad de su alma y que perdone la mía".

La ejecución del presidente mártir no lo exime de los muchos errores políticos que seguramente cometió en unos tiempos de violencia infinita. Los historiadores, y los analistas del momento, dan fe. Sin embargo, lo quieran o no algunos de los unos y de los otros, el hecho de que Companys fuera el único presidente de un país democrático ejecutado por un régimen fascista, o, lo que es lo mismo, por su condición de presidente de la Generalitat de Catalunya, se impone a todo intento de deconstrucción de la trayectoria política del personaje, lo cual no quiere decir que el mito Companys, faltaría más, tenga que ser inabordable por la crítica y la desmitificación honestas, siempre necesarias.

La memoria de Companys se sostiene en el tiempo porque también el Estado democrático alimenta su autoridad en la violencia simbólica

La tragedia de Companys constituye una pieza clave en el imaginario del catalanismo desde la posguerra, en particular, y, siempre, de la democracia y el republicanismo. Y es también parte de la inmensa tragedia española del siglo XX, lo quieran o no algunos de los unos y de los otros. La ejecución del político de ERC en tanto que presidente de la Generalitat ejemplifica en estado puro la acción de la violencia de Estado –del Estado franquista triunfante–. Pero la memoria de Companys, la del catalanismo, la del republicanismo, la de la democracia, se sostiene en el tiempo porque el Estado, también el Estado democrático, alimenta su autoridad en la violencia simbólica, no sólo en la violencia "legítima" con que garantiza el orden, como teorizó Max Weber a principios del XX.

Artur Mas, presidente de la Generalitat en funciones, ha sido citado a declarar como imputado el jueves 15 de octubre ante el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya en relación con la querella de la fiscalía por el proceso participativo del 9-N, por haber ¿convocado? aquella "no consulta" en la cual participaron libremente 2,4 millones de ciudadanos y ciudadanas de Catalunya. Mas, como han hecho todos sus predecesores de la Generalitat recuperada, participará por la mañana en el tradicional homenaje institucional a la figura de Companys en el cementerio de Montjuïc y posteriormente se dirigirá a declarar ante el tribunal. Antes que él lo harán, el día 13, la exvicepresidenta del Govern, Joana Ortega, y la consellera de Ensenyament, Irene Rigau.

Cuando se cita a declarar a Mas el mismo día del fusilamiento de su predecesor esto no va de cumplir las leyes sinó de odio y memoria pisoteada

Hace 75 años a los presidentes de la Generalitat se los podía fusilar. En el Estado democrático, se los juzga y se los condena, se los inhabilita, como puede ser el caso del actual jefe del Govern. Y bienvenido sea el Estado democrático. Pero cuando se cita a declarar a un presidente de la Generalitat por haber puesto urnas de cartón en la calle el mismo día que un Estado totalitario fusiló a un predecesor suyo, la cosa no va de cumplimiento de las leyes, de respeto a una justicia que tendrá que explicar por qué es punible un "sucedáneo" o "simulacro" de referéndum, como lo calificó el Gobierno del PP, de quien depende orgánicamente la fiscalía; la cosa va de ejercicio de violencia simbólica, pura y dura, por parte de un Estado democrático. La cosa va de odio y memoria pisoteada.

En 1940, el pensador judío-alemán Walter Benjamin, que cruzó la frontera francesa en dirección contraria a los exilados republicanos huyendo de la policía nazi, se quitó la vida en Portbou. En Angelus Novus, una de sus obras de referencia, Benjamin escribió: "Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo si éste gana. Y este enemigo no ha parado de vencer".