Aristóteles ya formuló  hace veinticuatro siglos, en la Ética a Nicómaco, que “no investigamos para saber qué es la virtud, sino para ser buenos, ya que, en caso contrario, sería totalmente inútil”. Cosa que equivale a decir: la ética no sirve, de hecho, para lucir bellas palabras o para describir la bondad de lo que hacemos o de lo que aspiramos a hacer, sino sobre todo para orientar nuestras acciones de tal manera que puedan ser consideradas como buenas desde una perspectiva moral. Si la ética tiene alguna utilidad, y es indiscutible que la tiene, no es del orden de las palabras, sino de las acciones. Las palabras con las que, desde una perspectiva ética, decimos lo que hay que hacer y lo que no, lo que debe hacerse y lo que no puede hacerse, tendrían que orientar nuestra acción moral, desde una perspectiva individual, en lo que afecta a nuestra vida particular, pero también desde una perspectiva colectiva, en la medida que nuestra acción, que tiene una dimensión privada, tiene también una dimensión inequívocamente pública.

Por esto nos ofende, especialmente, el comportamiento de ciertos responsables políticos y ciertos servidores públicos que, debiendo ocuparse del bien común, acaban mirando solo por su bien propio o, incluso, por ser más claros, ni tan solo por su “bien” propio, sino por su propio bolsillo o su propio interés. Solo es preciso estar al día de las noticias políticas, sociales y económicas, para saber que hay demasiadas cosas (y más de un caso ya siempre será demasiado), en la práctica política vinculada a las administraciones públicas, que no resisten el mínimo análisis en términos éticos o morales. Corrupción, financiación ilegal, comisiones, adjudicaciones irregulares, favoritismos, privilegios, malversación de capitales públicos, falta de transparencia, puertas giratorias, tráfico de influencias, aprovechamiento privado de los beneficios del cargo....

Es por esto que, aunque en nuestro país el sistema educativo siempre ha considerado la Ética, en el mejor de los casos, como un ornamento prescindible y opcional, como materia voluntaria, es un hecho que, de manera recurrente, se reclama más ética (como si, cuando hablamos de ética, pudiera haber de más y de menos) en los comportamientos públicos de los responsables políticos de las administraciones. Y es una demanda más que razonable y legítima: completamente comprensible.

Sin embargo, en seguida podríamos preguntarnos: ¿más ética? Pero, ¿no es la ley la que debería impedir todos estos comportamientos irregulares? Y también es cierto. Porque, en realidad, si estos comportamientos no los impide la ley, como sociedad tenemos un problema grave. Pero, si ya lo hace la ley, entonces, ¿que pinta aquí la ética? ¿Por qué la echamos tanto en falta?

La realidad es que, a cierto nivel, la ley no los impide, estos comportamientos, ya que, de manera casi unánime, muchos son, por una parte, demasiado recurrentes, y porque, por otra, en general, acostumbran a quedar impunes, escandalosamente impunes, manifestando una cierta incapacidad del sistema para autocorregirse, es decir, para reorientar, con rapidez y eficacia, estas distorsiones determinadas por comportamientos inadecuados o reprobables desde un punto de vista ético, pero también a menudo, curiosamente, desde una perspectiva legal. Una legislación cuidadosa, en términos de calidad democrática, que apostara por la transparencia y por la corrección, en todos los niveles de la administración, dejaría muy poco margen, en la acción política o en las responsabilidades de las administraciones públicas, a los debates de naturaleza estrictamente ética, a la hora de considerar qué es mejor, desde un punto de vista moral, ante diferentes alternativas posibles.

Nos hace falta un rearme ético. Hay cosas que no pueden pasar, de ninguna manera y bajo ningún concepto

Sí, es una conciencia generalizada, ante la constancia reiterada y reiterativa de noticias sobre el funcionamiento de las administraciones públicas que traspasan impunemente los límites de la legalidad y, demasiado a menudo, de la moralidad: nos hace falta un rearme ético. Hay cosas que no pueden pasar, de ninguna manera y bajo ningún concepto, y que, sin embargo, pasan, de manera inequívoca y clamorosa. Y hay otras que no es bueno que pasen, porque acaban minando la confianza cívica en la autonomía, la eficacia y la legitimidad de las administraciones. Y, cuando pasan, el sistema debería ser suficientemente rápido y eficaz para corregir la distorsión, para apartar de la administración de la cosa pública a aquellos que son responsables, y para subsanar los efectos, cuando se den, de estos comportamientos inadecuados.

La querella de la Fiscalía contra Forcadell incluso ha provocado una moción de apoyo ni más ni menos que en el Parlamento británico

Pero es curioso: mientras que la ley deja (ha dejado, de hecho, fruto de una democracia, como la española, más inspirada en la tradición de la picaresca que en la de las exigencias éticas) márgenes muy amplios de indefinición normativa que han permitido escándalos que abochornarían a una democracia madura, mientras esto pasa, decíamos, la ley ha acabado invadiendo espacios en los que más bien debería abstenerse. Pienso en tres casos muy concretos, pero flagrantes, que ilustran, más que la severidad de la ley (que debería tener como horizonte la justicia), su arbitrariedad o su uso partidista i ideológico. Me refiero, primero, a los Centros de Internamiento de Extranjeros, en los que la ley sanciona penalmente una simple falta administrativa; segundo, a la querella de la Fiscalía Superior del Tribunal de Justicia de Catalunya contra la presidenta del Parlament de Catalunya simplemente por haber permitido una discusión parlamentaria, hecho que constituye un escándalo de tal magnitud que incluso ha provocado una moción de apoyo ni más ni menos que en el Parlamento británico; y tercero, a la detención, absolutamente injustificable, de unos ciudadanos a causa de haber ejercido su legítimo derecho a la libertad de expresión.

Curioso, por no decir patético: mientras la ley se abstiene, en el sistema español, de intervenir rigurosamente (y de manera homologable a las democracias maduras) en el comportamiento de los responsables políticos y de los servidores públicos que han transgredido la normativa en todas las variantes tipificadas de la corrupción, esta misma ley (y, por supuesto, los que deberían velar por su correcta aplicación en términos de justicia) transgrede los estrictos márgenes de lo que debería ser su dominio de aplicación y entra a penalizar incorrecciones administrativas, a criminalizar el debate político y a reducir el ejercicio de un derecho fundamental como la libertad de expresión.

Una expresión en catalán hace escarnio de esta actitud: qui no té feina, el gat pentina [“el que no tiene ocupación, peina el gato”]. Que, aplicado al caso, podría traducirse así: mientras la ley se declara en huelga ante problemas indecentes de moralidad pública y aplica el principio econòmico del laissez faire, laissez passer, dedica el tiempo y las energías dignas de mejor causa a intervenir, con el principio de dura lex, sed lex en cuestiones de vulnerabilidad social, soberanía política y derechos fundamentales. Realmente, parece que el Estado español ha dejado atrás la fase del déficit democrático (a la que se había acostumbrado con gran comodidad) para entrar, directamente, en lo que Giorgio Agamben denominó, con toda justicia, estado de excepción.