Ahora que llega Sant Jordi, me apetece recordarlo: cada vez, me gustan más los que hacen cosas con palabras. Parece una cosa fácil, pero no lo es. En realidad, eso no puede decirse de todos los que escriben. Porque los que escriben, escriben: es decir, ponen palabras juntas y, a veces, además, cosa que tampoco es fácil, dicen cosas, y algunos, cosa todavía más difícil, dicen cosas con sentido. Pero una cosa es decir cosas y otra, muy diferente, es hacer cosas con palabras. Roland Barthes, por eso, distinguía, con una cierta crueldad, entre escritores y escribientes: para unos, los escribientes, la escritura es simplemente un instrumento con el que, en el mejor de los casos, decir cosas; para los otros, los escritores, la escritura no es un medio, sino un fin. A mí me gusta más la diferencia, que alguien hizo (siempre he pensado que Vila-Matas, pero vete a saber) entre escritores y escribidores. 

En todo caso, pensaba en estas cosas cuando leía un libro que tenía que presentar en la librería 22 de Girona: L’hmi (Llibres del Segle), un libro de poemas de Francesc Ten, o un poema-río, como lo ha calificado su editor, Roger Costa-Pau. Un libro magnífico, por otra parte, largamente madurado con exigencia y rigor, que, como pasa raramente, hace realmente cosas con palabras. Diría que el hacer cosas con palabras es lo que bien podría definir a la poesía, que, a mi entender, es la escritura radical. En el sentido que Ten le da: “Radical es escuchar la raíz”. Y eso es quizás la poesía: descubrir la raíz que late en las palabras y hacerla escuchar y sentir a través, justamente, de las propias palabras, que así, desde la raíz, conectan con la realidad no para que expliquen cosas, sino porque las hacen. 

Eso hace, de manera eminente, la poesía y la experiencia radical de la escritura: crear realidades que, antes de ser nombradas, no tenían existencia y que, por las palabras, pasan a ser cosas

Lo podemos decir todavía de otra manera: hacer cosas con palabras es lo que descubrimos, como lectores, cuando nos encaramos con un texto que encuentra palabras tan potentes, o a veces tan frágiles, que son capaces de construir mundos que sólo gracias a las palabras existen y duran. Cualquier lector sabe que esta no es una experiencia habitual: pasa sólo con los grandes poetas, ciertamente, y con los escritores que, sin ser poetas, en sentido propio, alcanzan esta experiencia radical. Para entendernos, como Mercè Rodoreda en La mort i la primavera (Club Editor), por citar un monumento, recientemente redescubierto, que está causando furor, con toda justicia, por la potencia de su lengua literaria y por las cosas que su autora consiguió hacer con las palabras y que ahora, como lectores, nos podemos encontrar.

Puede parecer una cosa peregrina, esta de hacer cosas con palabras. Pero no lo es. Los lingüistas, a este uso del lenguaje, lo llaman enunciados performativos, de los cuales habló el filósofo John Langshaw Austin en su libro How to do Things with Words (Cómo hacer cosas con palabras). No os aburriré con disquisiciones teóricas, un par de ejemplos quizás ya sean suficientes. En el tercer versículo del Génesis, ya leemos: 

“Dios dijo:
—Que exista la luz.
Y la luz existió”.

Ejemplo canónico, de naturaleza teológica, de palabras que hacen cosas. Y metáfora del poder del lenguaje, capaz de crear realidad y no sólo de decirla. Un ejemplo más prosaico es la fórmula administrativa, pronunciada por el juez, “Yo os declaro marido y mujer” (o las fórmulas variadas con que hoy reconocemos las diversas formas de matrimonio), de manera que, después de decirlo, aquellas dos personas, por efecto de las palabras pronunciadas, pasan a ser otra cosa que aquellas que hasta entonces eran. Eso hace, de manera eminente, la poesía y la experiencia radical de la escritura: crear realidades que, antes de ser nombradas, no tenían existencia y que, por las palabras, pasan a ser cosas.

El caso de Sant Esteve de les Roures sería un caso muy relevante —y digno de estudio— de fantasía poético-creativa 

Últimamente, sin embargo, les ha salido, a los poetas, una competencia digamos desleal. En eso de hacer cosas con palabras, digo. Me refiero particularmente a la Guardia Civil, reconocida popularmente como el Cuerpo, más allá de Fraga y Guardamar. Un ejemplo: sólo hace falta que en un informe mencionen “Sant Esteve de les Roures”, para que estas palabras, por sí solas, creen un pueblo que no existía antes de que el Cuerpo lo nombrara en una lista de pueblos y ciudades y le atribuyera violencias terribles e innominables contra los sufridos cuerpos policiales españoles destinados a Catalunya para detener el referéndum del 1-O, cosa que, por otra parte, como es bien sabido, no consiguieron. Hacer cosas con palabras: y cosas que no existían antes, ¡poca broma! Como si dijéramos: “Y la Guardia Civil dijo: ¡Que exista Sant Esteve de les Roures! Y Sant Esteve de les Roures existió”. A partir de este informe policial, Twitter ha visto la aparición, casi milagrosa, del ayuntamiento de Sant Esteve de les Roures, que incluso ha conversado amigablemente con la cuenta oficial de la Guardia Civil, y de cosas que, hasta antes del informe-poemario guardiacivilino, no existían: obispado, bomberos, biblioteca, mercado central, dos universidades, centro islámico, radio y televisión, incluso un acelerador de partículas atómicas, una asociación cannábica o un bazar chino, e incluso ¡un destacamento de la propia Guardia Civil! El jueves, la página en Twitter de Quim Monzó, que retuiteaba todos los mensajes que encontraba de este pueblecito delicioso, era un auténtico festival.

Es un caso hiperbólico, pero modélico, de estos delirios imaginativos de la furia creativa desbocada de los informadores de la Guardia Civil, capaces de inventarse incluso un pueblo allí donde no había nada, haciendo cosas con estas palabras que enhebran, con tanta sabiduría como destreza, en este género poético de los informes de verso libre al que últimamente se han entregado con auténtica devoción. El caso de Sant Esteve de les Roures sería un caso muy relevante —y digno de estudio— de fantasía poético-creativa que, realmente, habría sorprendido, por su extravagancia, a la ciudadanía catalana (y por lo que se ve ya ahora, también a la belga, suiza, alemana y escocesa), si no fuera porque está bien acostumbrada a descubrir (como ahora están descubriendo también los tribunales de estos países vecinos) que, detrás de las palabras con que la Guardia Civil pretende hacer cosas, en realidad, a veces, no hay absolutamente nada. Si no, que le pregunten a Montoro. Y, por favor, que no se molesten los que ven delitos de incitación al odio en todas partes: no es una objeción, sino un elogio literario, ya hemos dicho antes que esto no es nada fácil conseguirlo.

Ni los jueces de la Audiencia Nacional o del Supremo, ni el juez número 13, son poetas y, por lo tanto, con sus palabras ninguno de ellos es capaz de hacer cosas, ni de hacer que las cosas que dicen sean realidad solo por el hecho de que lo digan en sus poemarios de verso libre

La cosa no tendría más trascendencia si los jueces del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y del juzgado de instrucción número 13 de Barcelona (¡realmente, no podía ser otro número!) no se hubieran convertido en lectores adictos de este tipo de literatura policial. Y no sólo para leer los informes, seguramente esperando encontrar esparcimiento para sus ocupadas almas, que cada cual tiene los vicios privados que tiene, sino sobre todo, ¡cosa que todavía es más digna de elogio!, para versionarlos, a menudo literalmente, en forma de autos, providencias y resoluciones, en variantes épicas, líricas y dramáticas. Porque entonces, cuando pasa eso, el juego poético-creativo del Cuerpo, a manos de estos jueces que parece que no distinguen las palabras de las cosas (y sobre todo las palabras que no tienen cosas a las que poder remitirse), se convierte una especie de juego de rol peligroso e incluso siniestro (y uso el término en su sentido estético, claro). Porque solo con poner las palabras “rebelión”, “sedición”, “violencia”, “agresividad” o “terrorismo”, creyéndose poetas o escritores, en vez de los escribidores que son, entonces estos jueces suponen equivocadamente (es solo un problema metodológico y hermenéutico de mala lectura) que aquellas palabras hacen las cosas, sólo por ser puestas sobre papel, cosa que este caso, sin duda por falta de rigor poético, no acaba pasando, ya que ninguna de todas estas cosas convocadas por las palabras pueden acabar existiendo, como sí que le pasó a la Guardia Civil con el caso de Sant Esteve de les Roures, seguramente por un golpe de fortuna, sino que detrás y después de estas palabras sólo queda humo. Humo: o sea, la metáfora popular de la nada.

Muy modestamente, por supuesto, con todo el respeto y la consideración debidos a tan alta autoridad y si no tuviera que ser objeto de recriminación, me permitiría aconsejar al ministro de cultura, el excelentísimo señor Íñigo Méndez de Vigo y Montojo, barón de Claret y barítono en horas libres, además de, como reza uno de sus éxitos, novio de la muerte, que ponga en marcha las medidas oportunas para detener esta pasión cultural poético-creativa, en el Cuerpo y en las almas de la judicatura, antes de que la cosa llegue a males mayores. Porque, a la vista del recurso presentado por la sala de apelaciones del Tribunal Supremo, parece que redactado por el magistrado Alberto Jorge Barreiro, en que las palabras insinúan que si la decisión del gobierno de España, el 1-O, no provocó una masacre fue, en realidad, porque hicieron corto de efectivos, a un servidor le entra un escalofrío de pánico sólo de pensar que este escribidor del Supremo pueda haber pensado, aunque sólo haya sido por un segundo, que sus palabras podían tener la fuerza de crear, en la realidad, las cosas que sus palabras dicen. Pero no. Por suerte para nosotros, ni él, ni los jueces de la Audiencia Nacional o del Supremo, ni el juez número 13, son poetas y, por lo tanto, con sus palabras ninguno de ellos es capaz de hacer cosas, ni de hacer que las cosas que dicen sean realidad solo por el hecho de que lo digan en sus poemarios de verso libre (y, si se me permite, de sintaxis mejorable). Por suerte, los jueces alemanes, belgas, escoceses o suizos saben leer, cosa no extraña en países que han pasado la Ilustración y que otorgan a la cultura y la educación no un valor ornamental, sino un potencial liberador y emancipatorio, fundamentos epistemológicos necesarios, como es sabido, para no dejarse colar gato por liebre. En todo caso, si los jueces españoles del Supremo, la Audiencia Nacional o el número 13 no pueden reprimir su furor poético-creativo, por favor, que se presenten al concurso de redacción de Coca Cola.

Por el resto, desde una perspectiva hermenéutica (otra cosa es la perspectiva judicial, en la que, pobre de mí, no puedo meterme, que doctores ya tiene la iglesia, y estos son celosos de su huerto, o sea que cada cual saque las consecuencias que pueda, que están bien a la vista), tampoco es preciso preocuparse demasiado: las boñigas y el estiércol hacen buen abono. Aunque, si tenemos que cuidar las lecturas de las que nos alimentamos, no estaría mal recordar lo que ya se preguntó Jean Améry: “¿puede alguien comer mierda y defecar oro?”.