No creo en el determinismo. Y menos todavía en el ámbito de la acción, en los complejos laberintos en los que se determina nuestra actitud ética y nuestra práctica política. Estoy convencido de que aquello que hacemos no es el producto inevitable y necesario de aquello que somos, de aquello que hemos sido o, todavía menos, de las circunstancias en las que se ha desarrollado nuestra vida o de las características que definen nuestra herencia genética. Tampoco pienso que todo aquello que hacemos sea siempre el fruto de nuestra deliberación racional, resultado de la ponderación del juicio y de la necesidad de poner de acuerdo lo que pensamos y lo que hacemos: más bien, al lado de la racionalidad práctica, intervienen, también, las emociones, los estados de ánimo, el impacto que producen en nosotros las circunstancias exteriores o el papel que juegan, en la determinación de nuestros actos, el poso de nuestras propias experiencias.

A nivel individual, estoy convencido de que más bien acabamos siendo aquello que hacemos, como si nuestra identidad se fuera definiendo y precisando a través del efecto en nosotros de nuestros actos y del efecto de nuestros actos en los otros. Creo que la realidad cotidiana desmiente continuamente cualquier pretensión de reducir la explicación de nuestras acciones al determinismo biológico o sociológico. Comparto, en este sentido, la convicción, bellamente formulada por Hannah Arendt, según la cual el rasgo más característico de nuestra acción moral o política es la natalidad: igual que con un nacimiento siempre se produce la aparición de una novedad absolutamente singular e irrepetible, también en nuestra acción es la propia acción la que siempre y a cada momento inaugura, de manera casi absoluta, lo que hacemos, más allá de lo que, con todos los elementos precedentes, determinaría lo que podría ser.

Y lo mismo pienso respecto de las acciones y las identidades colectivas. Me niego a dar crédito a aquel tipo de determinismo social que atribuye a la herencia de una comunidad (¡o a su carácter!) un determinado comportamiento en el ámbito de la vida moral o de la vida política. Por eso, seguramente, nunca me han hecho gracia, ni de pequeño, aquellos chistes tan celebrados de un francés, un inglés y un... ¡lo que sea! Porque son a menudo la vía, a través de la expresión popular, de un racismo antropológico y cultural absolutamente inadmisible desde una perspectiva mínimamente racional. Por eso, también, salto de la silla siempre que alguien, ante cualquier cosa, analiza un acontecimiento con la fatídica entradilla según la cual “es que los judíos....”, etc. Atribuir al carácter o a la herencia de una comunidad la determinación de la acción de sus miembros, aparte de ser una aberración intelectual, es un acto profundamente, esencialmente injusto con el carácter indiscutiblemente libre de las acciones humanas, especialmente las morales o políticas.

Eso no quiere decir que el pasado no condicione, cosa diferente de que determine, nuestras acciones. Somos, indiscutiblemente, seres dotados de memoria y, gracias a ella, nuestras acciones presentes acaban trenzándose, en una especie de hilo sutil, con nuestras acciones pasadas, de manera que, en cierto sentido, la historia de nuestras acciones puede llegar a ser considerada, para bien o para mal, nuestra propia identidad. Y en este sentido incluso podríamos decir, y pienso que legítimamente, que nuestras acciones, en parte, reciben también la influencia de acciones que nos han precedido, pero que, de alguna manera, han acabado también haciendo de nosotros aquello que somos: pienso, por ejemplo, en la influencia en lo que somos, que no su determinación, de nuestros padres, sobre todo cuando han constituido un modelo moral para nuestras acciones, desde la admiración por lo que han hecho y por cómo lo han hecho, con nosotros y con los otros.

Y también colectivamente: lo que ha hecho y cómo lo ha hecho la comunidad en la que nos reconocemos acaba influyendo, para bien o para mal, por aceptación o por rechazo, en aquello que finalmente una comunidad acaba haciendo a la hora de determinar sus acciones.

¿Cómo puede ser que gente decente celebre el encarcelamiento sin juicio de representantes electos y de presidentes de asociaciones ciudadanas, sin que pueda determinarse con precisión la naturaleza de unos supuestos delitos que tienen que ver no con lo que han hecho sino con lo que piensan?

Viene todo esto a cuento, y disculpen el tono reflexivo de estas consideraciones, porque he pensado mucho, en los últimos meses, y me temo que no soy el único, en torno a algunos acontecimientos recientes que me han provocado una auténtica estupefacción que no acabo de ser capaz de entender: ¿cómo puede ser que la mayoría de la ciudadanía libre y adulta del Estado español haya otorgado una responsabilidad de gobierno al partido político más corrupto de Europa, el que más representantes tiene condenados y encausados en procesos judiciales de corrupción de dimensiones casi apolíticos? ¿Cómo puede ser que la mayoría parlamentaria de las Cortes y el Senado español hayan podido aprobar, con el apoyo entusiasta de la opinión pública española, unas acciones tan manifiestamente autoritarias y antidemocráticas como son el cese de un Gobierno legítimo, como el de Catalunya, y la disolución de un Parlamento, como el catalán, democráticamente elegido en unas elecciones libres, democráticas y formalmente impecables? ¿Cómo puede ser que buena parte de la población española, y por supuesto los partidos que muy mayoritariamente la representan, hayan podido celebrar, en algunos casos aplaudiendo con las orejas, la violencia policial contra personas indefensas que sólo ejercían el derecho fundamental de voto, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del cual el año próximo conmemoraremos el 70º aniversario? O todavía: ¿cómo puede ser que gente decente celebre el encarcelamiento sin juicio de representantes electos, elegidos democráticamente, y de presidentes de asociaciones ciudadanas, sin que pueda determinarse con precisión la naturaleza de unos supuestos delitos que tienen que ver no con lo que han hecho sino con lo que piensan, desde una perspectiva ideológica y política?

Esta no es, como adivinan, una preocupación estrictamente personal. Sé que es muy ampliamente compartida. Y sé también que cualquier intento de encontrar respuesta no deja de provocar todavía más inquietud, porque adivinamos en las causas motivaciones y razones, por decirlo suavemente, más bien poco presentables.

Vuelvo, y disculpen la confidencia, de unos días en Argentina, donde he inaugurado con una conferencia sobre la memoria histórica el congreso anual de la Federation International of Human Rights Museums (FIHRM). Me he encontrado en Rosario, donde se celebraba, con gente de Colombia y Chile, Perú y México, Taiwán y Johannesburgo, Noruega y Reino Unido, Canadá y, por supuesto, Argentina. En todas las conversaciones, la situación de Catalunya era omnipresente: no he hablado con nadie que no me haya preguntado, a los dos minutos, qué estaba pasando en Catalunya y cómo me parecía que acabaría todo. O, para ser más preciso: me preguntaban qué está pasando en España, qué le está pasando a España. La sensación era generalizada: todo el mundo había visto y recordaba con estupefacción la insólita violencia policial que había producido centenares de heridos entre gente pacífica, y todo el mundo me mostraba su perplejidad porque no hubiera dimitido el ministro “de la policía”, porque no se encontrara encausado judicialmente, y porque los policías y guardia civiles de las imágenes no hubieran sido inmediatamente apartados del cuerpo y detenidos. Tampoco entendía nadie la obcecación española en prohibir el referéndum, que consideraban una aspiración más que legítima, ni el ensañamiento de los jueces contra representantes electos, ni el encarcelamiento del Gobierno y los dos miembros de asociaciones cívicas, ni la necesidad, perfectamente comprensible, que el President de Catalunya y cuatro consellers hayan tenido que refugiarse en Bélgica para denunciar la falta de garantías de la justicia española, claramente puesta de manifiesto cuando España ha retirado la euroorden de detención ante la más que probable negativa de la justicia belga a hacerlo, cosa que, evidentemente, habría provocado un escándalo mayúsculo de dimensiones internacionales y difícilmente asumible para el Estado español.

Era motivo de preocupación, pero sobre todo de sarcasmo, que en España, más de cuarenta años después de la muerte del dictador, todavía no exista ni un solo museo del franquismo que explique las atrocidades que cometió

Les era incomprensible que si una mayoría parlamentaria está a favor de la independencia de Catalunya, una opción políticamente tan legítima, si es expresada por vías democráticas, como la decisión de seguir formando parte de España, el Parlament no pueda proclamar la independencia. La mayor parte de mis interlocutores, hay que decir, simpatizaban con la causa catalana, porque reconocían, simplemente, que ahora Catalunya quiere independizarse de España por las mismas razones que, como muchos me dijeron, ellos ya lo hicieron ahora hace dos siglos. En realidad, la causa republicana les era perfectamente justificable, ya que, en general, especialmente a los colegas latinoamericanos, les es incomprensible un estado democrático que mantenga un régimen políticamente tan anacrónico y obsoleto como la monarquía, que identifican, justificadamente, con el poder colonial.

No son extrañas estas consideraciones que intento resumir: siendo como son gente profesionalmente o personalmente ocupada en la defensa de los derechos humanos, y en muchos casos víctimas de violaciones crueles e inhumanas de los derechos humanos, reconocían el carácter anómalo de la democracia española, profundamente deficitaria desde una perspectiva comparativa internacional, y el lastre franquista que todavía arrastra no sólo el gobierno del PP (al que calificaban unánimemente sin demasiados problemas de gobierno franquista) sino el Estado español, desde sus máximos tribunales hasta el ordenamiento constitucional o la policía, en lo que, para ellos, gente especialmente sensible y atenta a las violaciones de derechos humanos en todo el mundo, era un comportamiento incomprensible del Estado español en el uso de la violencia, en la persecución de oponentes políticos y en las detenciones y los encarcelamientos arbitrarios y carentes de garantías judiciales, así como en las reservas a los derechos fundamentales de expresión, información y prensa, de reunión, de voto, de secreto de la correspondencia, etc. Realmente, parece que hace falta alejarse diez mil kilómetros para descubrir con qué nitidez se ven las cosas que, aquí, algunos se empeñan en no querer reconocer a pesar de las evidencias.

Sólo hay que recordar, ya que era el tema del congreso, que, en todo el mundo, en los países que han salido de una dictadura, la presión de las asociaciones de víctimas y en defensa de los derechos humanos han forzado a las instituciones democráticas a elaborar políticas de memoria histórica, memoriales y museos para la memoria y los derechos humanos, además de actos judiciales que han permitido la condena de los responsables de las dictaduras y actos de reconocimiento y restitución de las víctimas. En este sentido, como adivinan, era unánime la consideración de que España es un agujero negro en el mundo occidental y entre los regímenes democráticos: saben perfectamente que aquí no ha habido comisiones de la verdad, que los juicios franquistas siguen sin ser anulados y por lo tanto vigentes, que los criminales de la dictadura han quedado eternamente protegidos por una ley de punto final que no tiene precedentes en el mundo, que los edificios policiales en los que se detuvo y torturó o incluso mató durante la dictadura (y después) continúan abiertos y con la policía dentro, y que no habido una política memorial ni museística que presentara a las nuevas generaciones lo que representó la dictadura franquista. Entre los asistentes al congreso, era motivo de preocupación, pero sobre todo de sarcasmo, que en España, más de cuarenta años después de la muerte del dictador, todavía no exista ni un solo museo del franquismo que explique las atrocidades que cometió. Y por supuesto, que España lidere, en el segundo lugar del ranking, la lista de los países con más fosas comunes con ejecutados sin juicio del mundo. El misterio de la Santísima Trinidad o de Inmaculada Concepción de María, al lado de eso, es tan comprensible como sumar dos más dos.

Aquí y en la otra punta del mundo, no hay arma más poderosa e invencible, tarde o temprano, que la legítima y democrática expresión de los votos

Si explico todo eso es porque, a los ojos de estos especialistas de todo el mundo en derechos humanos, la actual furia represiva del Estado español contra Catalunya y sus aspiraciones democráticas y pacíficas a la independencia era fácilmente interpretable y explicable porque España todavía no ha hecho, como otras democracias maduras, sus cuentas con el pasado. Y esta anomalía, en términos comparativos con las democracias del mundo, aunque no sean avanzadas, lastra todavía hoy, no sólo una deuda con el pasado ominoso de la dictadura, sino sobre todo los más que evidentes déficits democráticos del actual Estado español.

La cuestión, sin embargo, en lo que a nosotros nos ocupa y preocupa, ante la perspectiva de las elecciones del 21-D, es cómo puede ser posible un ejercicio plenamente democrático en estas condiciones. Sabemos que todo está en contra: desde la anomalía democrática que supone que los actuales president y vicepresident legítimos de la Generalitat, líderes de dos de las listas que concurren con la expectativa verosímil de ganar las elecciones, no puedan hacer, en igualdad de condiciones con los otros candidatos, una campaña libre y en Catalunya, hasta los ataques constantes, ahora también por parte de la Junta Electoral, contra la libertad de expresión, de información y de prensa, que afecta tanto a medios de comunicación (como el expediente infame e injustificable abierto a Mònica Terribas por unos editoriales de su programa El matí de Catalunya Ràdio) como la presencia de lazos amarillos en determinados espacios públicos o, simplemente, contra el color amarillo.

¿Cómo puede ser posible, decíamos, un ejercicio plenamente democrático en estas condiciones? Disculpen la concisión de la respuesta: votando. Votando contra tanta miseria política y moral. Aquí y en la otra punta del mundo, no hay arma más poderosa e invencible, tarde o temprano, que la legítima y democrática expresión de los votos. Ante eso, incluso al Estado más autoritario y represivo, no le queda otro remedio que, como decimos en catalán, posar-s’hi fulles.