Los lectores catalanes van a entender rápido a qué fenómeno me refiero: en su tierra, en Lleida, predica un delincuente social llamado Josep Pàmies que tenía la cura del cáncer, del ébola, del autismo, del sida y, por supuesto, ahora de la Covid-19. Su remedio es una mezcla de su caradura y de la incultura científica de parte de la población. El resultado: la venta de la nada (de nada sirven sus mejunjes) que engorda su bolsillo mientras causa falsas ilusiones entre personas desesperadas. Hasta ahí, un estafador con nombre propio; el problema está en los daños que causa en la salud pública.

Por desgracia, hay muchos como él, demasiados como para no preocuparnos, y gente dispuesta no sólo a dejarse engañar, sino a convertirse ellos mismos en difusores de la ignorancia. Esto también es una pandemia. En enero de 2020, El País publicó un interesante reportaje junto a otros medios internacionales a propósito del movimiento antivacunas en Europa relacionado con el sarampión. Los datos asustan: cerca del 10% de la población no cree que las vacunas son eficientes y el 6% (datos de 2018) van más allá al negarse a vacunar a sus hijos e hijas. Si creen que un 6% es poco, lean a los epidemiólogos: no hay inmunidad de rebaño por encima del 5%. Hablando en plata: el 6% de irresponsables es capaz de contagiar al 94% restante. Demoledor.

La tarea pendiente es que la ciencia, la cultura científica, se abra camino como vacuna ante estos peligros; que los datos sustituyan a los mitos; que la democracia venza al populismo con esas herramientas

Los antivacunas padecen la misma enfermedad que otros muchos grupos negacionistas de la ciencia. Sí, la ciencia les importa un comino. Me cuesta distinguir a un homeópata y sus seguidores de un terraplanista, de un antivacunas o de Ortega Smith cuando fía el remedio a la actual pandemia a Dios y la Virgen María. Tendemos a tratarlos como chalados que viven en su mundo imaginario, que lo son, pero a veces no somos conscientes del peligro que representan para el resto.

A mí no me molesta que alguien tome mil pastillas de agua azucarada (homeopatía) creyendo que se cura, pero no debemos permitir ni que nuestros impuestos lo sufraguen, ni que nuestras universidades amparen su fe y, sobre todo, que cause daños a, digamos, un menor al que priva de la ciencia.

Quien dice homeopatía, dice populismo político. La mentira es la base de un movimiento que, ojalá no me equivoque, anda perdido en tiempos en los que se suponía que le podían ser favorables. Los discursos de Abascal, la desaparecida Le Pen, el caído en desgracia Salvini, no amplían su secta y es momento de reivindicar la verdad, los datos, las evidencias y las dudas razonadas. La tarea pendiente es que la ciencia, la cultura científica, se abra camino como vacuna ante estos peligros; que los datos sustituyan a los mitos; que la democracia venza al populismo con esas herramientas. Ni la Tierra es plana, ni la Virgen nos saca de esta.