Llevo años escuchando una frase dictada a modo de sentencia: “España es el país más descentralizado del mundo”. Se repite de manera machacona, especialmente cuando cíclicamente resurgen las aspiraciones nacionales de Catalunya o Euskadi. Es una respuesta de manual, mil veces repetida pero no cierta. Primero, porque no hay un único modelo para evaluarlo y segundo, porque la realidad no suele acompañar tal aserto.

La pandemia nos lo vuelve a demostrar. Angela Merkel, una vez más erigida como baluarte de responsabilidad política en tiempos de crisis, acaba de alabar el sistema de salud federal que ha permitido a los länder que configuran la república adaptarse a las diferentes realidades “porque conocen mejor el terreno sobre el que trabajan”. Es tan obvio que produce sonrojo la obsesión del gobierno español por el mando único, por la centralización vía decreto al amparo del estado de alarma, por bajar al detalle para que nada escape a su control por ridícula que sea la materia.

No. Centralizar no es una buena idea. Y no por una cuestión de diferencias identitarias (apenas existentes en Alemania), sino por mera eficacia en la lucha contra la expansión del coronavirus y ahora, en la previsible salida hacia una normalidad aún no explorada. El principio de subsidiaridad, aquel que recomienda que los problemas deben ser resueltos por la autoridad más cercana al problema en cuestión, es una doctrina que lejos de debilitar la lucha contra un fenómeno global, la fortalece. De hecho, figura en el Tratado de la Unión Europea como método general de actuación.

El principio de subsidiaridad, aquel que recomienda que los problemas deben ser resueltos por la autoridad más cercana al problema en cuestión, es una doctrina que lejos de debilitar la lucha contra un fenómeno global, la fortalece

Pasemos de la teoría a la práctica. Uno tiene la sensación de que el gobierno español cree que España es Madrid. Y si le dejan, creería que Europa es Madrid. ¡Qué digo yo! Ya puestos, el mundo, o todo el universo conocido y por conocer, es Madrid. Si en Madrid se disparan los casos y cunde la alarma, todos a casa. Si la cosa va un poco mejor y deciden que hay que trabajar, todos al tajo. Si tiene que haber un aprobado general, que sea para todas las Españas. Que la Gran Vía no puede estar masificada, que tampoco se pueda pasear por un pueblo de 100 habitantes. Y así todo.

Pero detrás de este sistema ineficaz, o delante, o en paralelo, porque uno ya sospecha de todo, subyace un intento de aprovechar la excepcional situación para un rearme del “Estado nación” frente a las “naciones sin Estado”, como la suya, lector catalán, o la mía, la vasca. Por eso asistimos a un intento de reforzar los símbolos de la unidad patria, desde la monarquía a los ejércitos, pasando por el himno que suena en Ifema en la izada y arriada de bandera, la presencia de más uniformados que civiles en las ruedas de prensa, la tabarra del luto nacional y la a media asta de la derecha (en esto siempre llevan las de ganar) y, sobre todo, tomarse la respuesta a la crisis como si de una competición deportiva se tratara.

Esto no es un mundial de fútbol, ni unas Olimpiadas; no se trata de llegar a la vacuna antes que China o Estados Unidos, ni de tener más o menos índice de mortandad que la pérfida Albión, o de comprar más mascarillas que Macron y aplanar la curva antes que San Marino. Consiste en dar respuestas adecuadas a las demandas de una ciudadanía que precisa soluciones adaptadas a sus necesidades y para eso, no hace falta que Madrid (entiéndase que no hablo de los madrileños, que bastante tienen con lo suyo, sino de lo que representa el poder centralizado) decida a golpe de “ordeno y mando”. La película ya la hemos visto otras semanas: Sánchez nos da la sobremesa del sábado en televisión y el domingo en horario matinal les vuelve a contar lo mismo a los presidentes autonómicos. Sospecho que el estado de alarma, de cuya necesidad no dudo pero cuya aplicación critico, nos está llevando a una nueva LOAPA. Créanme, no estoy hablando de derechos nacionales, sino de eficacia.