En el 2016 hará ochenta años del inicio de la guerra (in)civil. Preguntad a vuestros hijos qué saben, de aquella tragedia, y veréis que saben tanto de ella como de la escritura cuneiforme o de la dialéctica hegeliana. Es lo que tiene la imposición del olvido de las humanidades en el sistema educativo, arrinconadas en la buhardilla curricular de los saberes “inútiles”.  

Los bisabuelos de vuestros hijos participaron en aquel conflicto: es altamente probable que lo pagaran incluso con su vida; vosotros, los nietos, habéis participado del(los) relato(s) de aquellos hechos durante toda la vuestra. Y aquello ha configurado y todavía configura la percepción de la cotidianeidad política. Por ejemplo, ochenta años después todavía hay quien duda sobre si demoler o no un monumento franquista, como el que conmemora en Tortosa, plantado en medio del río, la batalla del Ebro. Pero vuestros hijos no saben nada, de todo aquello. Normal: difícilmente encontrarán trabajo (mal pagado) si se hacen historiadores. O filósofos o antropólogos.

Y no obstante venimos de allí, venimos de aquello. Pensemos en la pregunta por el “proceso”, es decir, en el aquí y el ahora de la tensión secular Catalunya-España. El filósofo francés Jean François Lyotard lo llamaría el “litigio” entre la posición que defiende que todo siga igual (Catalunya es una comunidad autónoma española y aquí paz y después gloria) y la de quien propugna la ruptura del estado de cosas existente (Catalunya tiene derecho a ser un Estado independiente). Se trataría de argumentos inconmensurables: por mucho que nos esforcemos, no hay una regla de aplicación válida para los dos. Se me dirá: el referéndum a la escocesa. Y responderé: mientras una parte lo rechace (ya saben cuál), la regla de Lyotard manda.

Todo el relato del “consenso” de la transición y del autonomismo peixcovista descansan y se han construido sobre el dogma del empate que no se puede desempatar entre Catalunya y España

La generación de historiadores posteriores a la guerra (in)civil lo resumió en la tesis del empate infinito: ni España tiene bastante fuerza para obligar a Catalunya a olvidarse de si misma, ni tampoco Catalunya para realizar el maragalliano “adéu Espanya. Y todo el relato del “consenso” de la transición y del autonomismo peixcovista, los dos grandes momentos que concretan el discurso entre impotente y acomodaticio del “centro”, la “moderación” y el “diálogo” (estéril), descansan y se han construido sobre el dogma del empate que no se puede desempatar.

Como discurso-dispositivo, para decirlo a la manera de Foucault, el empate infinito ha disfrutado de una efectividad política tremenda porque se legitima sobre una pretendida razón moral: no hace falta (pensar) el desempate Catalunya-España porque no conviene. Y no conviene porque hubo un 36. Y una posguerra. No sea que volvamos a hacernos daño. Tengamos seny, o dejaremos de ser nosotros, lo que plantea una deriva casi ontológica del problema que se puede convertir en un muro infranqueable.

¿Y ahora, que nadie se acuerda ya de aquellas tragedias? ¿Que la nuevísima generación ya no tiene nada que ver con todo aquello? ¿Que el aniversario de la Caputxinada, por ejemplo, les interesa tanto como la Crítica de la Razón Pura? Se supone que el rupturismo soberanista habría superado el marco mental del empate infinito: Catalunya puede y tiene que poder volar sola. Sin embargo, ¿es realmente así?

No hace falta (pensar) el desempate Catalunya-Espanya porque no conviene. Y no conviene porque hubo un 36

Sostiene el vicepresidente y conseller de Economía Oriol Junqueras en la entrevista en El Nacional que España no puede decidir unilateralmente qué hacer en caso de que Catalunya se declare independiente porque sus dependencias financieras (deuda equivalente al 100% del PIB) le impiden actuar a la brava, y que tampoco Catalunya puede ignorar al resto de actores europeos y globales en una decisión de este tipo. ¿Y entonces?

Junqueras posiblemente tiene razón. Su análisis de las relaciones de fuerzas (el contexto del litigio) es pura realpolitik. Y es muy hábil el líder de ERC en el giro copernicano que imprime a la cuestión del unilateralismo: tampoco España puede actuar unilateralmente contra una declaración de independencia por parte de Catalunya. Ahora bien: ¿no supone eso una nueva versión actualizada del viejo esquema del empate infinito? ¿De verdad que no volvemos a estar donde estábamos?