En Catalunya todo el mundo tiene un hermano que conoce a un amigo que tiene uno saludado que se está pensando votar a Sílvia Orriols. La persona en cuestión votará a Orriols —dicho así, como si la conociera de toda la vida— a pesar de no tener ni la más reputa idea de qué partido encabeza la alcaldesa de Ripoll, ni de su correspondiente programa electoral. Este elemento (o elementa) lo único que sabe es que está muy rabioso; vive enfadado, pues Puigdemont y Junqueras le han tomado el pelo con hojas de ruta y declaraciones unilaterales de pacotilla, lo cual le sirve de trampolín a la hora de expresar su cabreo (esta persona es catalana e indepe, pero utilizará este castellanismo a la hora de expresarse) porque en Catalunya hay demasiados moros; con lo cual, pues mejor votar a Orriols y mandarlo todo a tomar por saco (acabará la frase con otra palabra, diciendo que ahora no se puede decir, porque resulta que la expresión es homófoba, ¡vaya!).

Cuando nos encontramos con el protagonista de la conversación, le da igual que le expongamos los datos oficiales de detención de criminales al país —que muestran un predominio más caucásico que la piel de Santa María la Blanca— y está igualmente inútil recordarle que ayudar a catalanizar a los recién llegados es de las mejores tareas que puede hacer el independentismo con el fin de sobrevivir. ¡Cuando nos diga que ya basta de marroquíes, dará lo mismo que le enmendamos el prejuicio repasando las víctimas (¡y los asesinos!) catalanísimos de violencia de género, ni tampoco el hecho de que la mayoría de casos de este tipo ocurren en el ámbito intrafamiliar. Tampoco servirá de nada recordar a nuestro interlocutor que a él no hay ni un solo inmigrante que "le haya robado el trabajo" y que, de hecho, fue Stephany quien le lavaba el ano a la abuela antes de que la diñara o que es Fàtima quien lava los platos cada día en el bar de bajo casa.

Todo eso, sumado a cualquier otro hecho contrastable, al votante de Orriols todavía le dará más rabia. Porque él (o ella) ya está harto de ver tías tapadas por la calle, y añadirá que nosotros también le decimos a Montserrat que se arregle antes de cenar, o que se ponga aquella camisa que nos gusta tanto; pero cojones, que no es lo mismo, joder (utilizará, de nuevo, este castellanismo y acabará repitiendo la frase "que no es lo mismo" un semitono más agudo). De hecho, si el votante en cuestión es masculino, ya le irá bien votar a Orriols, porque que ella sí que se preocupa de que las mujeres no vayan con un pañuelodeesos en la cabeza, que eso sí que es feminismo y no otras pollas en vinagre como todas estas progres que ahora cambian el género a los niños y que todo el día te dan la brasa con las cuotas y la equiparación de salarios. Es más, cuantas más razones pongamos sobre la mesa, más feliz será con su elección el votante en cuestión.

De hecho, como sabe Sílvia, su ideología acabará siendo una pata más del nuevo ámbito convergente.

Los interlocutores, en campaña electoral, somos gente muy motivada. Cuando los argumentos se nos acaben, e incluso hayamos hablado al votante de Orriols de gente que él mismo conoce y con la cual no ha tenido nunca ningún problema (de hecho, al contrario; sabe que hablan un catalán como el de Pompeu Fabra y que son unos conciudadanos ejemplares, que incluso podrían recitarnos Els fruits saborosos de Carner de memoria), acabaremos recordándole que la Generalitat no tiene ningún tipo de competencia en el ámbito de expulsión de inmigrantes. Pero eso tampoco servirá, porque el protagonista del artículo de hoy es independentista de tomo y lomo y está convencido que —si el procesismo no nos ha llevado la liberación nacional— al fin y al cabo, necesitaremos a alguien con un buen par de cojones (ya sabe que Sílvia tiene ovarios, pero hay ciertos asuntos que solo se imponen con huevos). Al final, exhaustos, desistiremos.

Esta es una conversación que muchos lectores habrán tenido con algún compatriota que favorecerá la irrupción de Aliança Catalana en el Parlament. Afortunadamente, a causa de la contrastada ignorancia de Orriols en otros ámbitos de gobierno que no sean la inmigración (y también porque cuenta con una serie de colaboradores —convergentes de toda la vida— que lo de trabajar no lo acaban de dominar mucho), esta presencia será mucho más testimonial de lo que pensamos. A su vez, la entrada de Aliança en la cámara catalana será el primer paso de su desaparición, porque Orriols no ha podido vencer la propia caricatura vanidosa y ha descuidado una estrategia que habría sido mucho más inteligente; a saber, centrarse en su pueblo e ir extendiendo lentamente su demagogia en otros municipios. De hecho, como sabe Sílvia, su ideología acabará siendo una pata más del nuevo ámbito convergente.

No obstante, nos habrá hecho perder mucho tiempo en conversaciones absurdas y, lo que es más triste, no favorecerá que la mayoría de partidos catalanes de centro presionen al Estado para adquirir algunas competencias sobre inmigración que no tengan un carácter más bien simbólico, ni tampoco para desacomplejarlos en la defensa de una catalanidad que de gusto abrazar (y que disponga de instrumentos para imponerse). Así es la política catalana de hoy en día, una suma de vanidades y de quiero-y-no-puedos que podemos combatir quedándonos en casa el 12-M y, solo faltaría, dando las gracias porque los extranjeros todavía tengan ganas de venir a vivir en esta tierra nuestra de locos en la que "yo no soy racista pero".