Me he reenamorado del amor de mi vida y nos hemos reencontrado con la furia de las cosas que caen con fuerza: los rayos, las estrellas, los árboles, la verdad. El nuevo romance no renació a partir de ningún inesperado mensaje privado en Instagram después de siete años de silencio; ni tampoco gracias a un encuentro fortuito en un chaflán del Eixample en el que dices: "Hola, ¿qué tal, cómo te va todo?". Nada de eso. Si alguna cosa ha demostrado Tinder es que el amor de verdad no aparece cuando lo buscas, sino cuando menos te esperas encontrarlo, quizás por eso el segundo idilio con lo que más he querido en el mundo empezó hace algo más de un año; concretamente, un 20 de marzo y con un 0-4 del Barça en el Bernabéu. Algo se despertó de nuevo en mí aquella noche, aunque al principio fui cauteloso y prudente, seguramente por aquello que dicen de que las segundas partes nunca fueron buenas.

No me da vergüenza decir que los primeros días medía las palabras, procuraba no hacerme ilusiones en vano con fichajes como el de Lewandovski y me autoconvencía de que había que ir a poco a poco, quizás porque las heridas de la anterior ruptura todavía estaban frescas. Poco a poco, sin embargo, fuimos dando pequeños pasos juntos. Primero fue aquel 1-4 en campo de la Real, a finales de agosto, que tenía el aire nuevo de un primer beso y el recuerdo antiguo de unos labios conocidos que nunca habías olvidado. Después vino aquella suscripción inesperada a DAZN para ver la Liga donde además podía disfrutar del City de Guardiola. Finalmente, apareció de la nada el Mundial de Qatar con aquella final pletórica que fue como un coito de dos horas. Aunque Messi fuera ya un elemento más del pasado que del presente, aquel día recordé que nunca dejamos de amar las cosas y las personas que nos han hecho felices, ya que desvivirse por algo también es una forma de construirse una identidad.

Desde pequeño, el fútbol siempre ha marcado mis pasos. Ácrata absoluto de la literatura infantil, toda mi vocación lectora nace de leer desde los siete años publicaciones como Don BalónSolo Goles o la revista Barça. A los doce años, mi padre me daba 2€ de paga y yo me los gastaba en comprar cada mañana El 9 Esportiu, que costaba 50 céntimos. El viernes, que era el día que se me había acabado el dinero, me releía el diario del jueves y jugaba a escribir yo la contraportada al estilo de Xavi Torres, Jordi Basté, Pilar Calvo o Ramon Besa. Quizás aquellas 'redacciones deportivas' que algún día había colado en los ejercicios de Catalán son el embrión de mi pasión por escribir, como quizás el programa Aquest any, cent! de TV3 presentado por Antoni Bassas, El día después del Canal+ o el Cafè Baviera de Rac1 son los culpables de que todavía hoy crea que puede hablarse de fútbol de una manera poética y original más allá del sensacionalismo chapucero.

Eso no quita, claro, que más o menos hacia el año 2016 empezara un peligroso alejamiento que comportó, por ejemplo, que ni siquiera celebrara el gol de Sergi Roberto en aquella famosa e inútil remontada por 6-1 contra el PSG. No estábamos en el mismo momento, se diría. O se nos había acabado la pasión, sencillamente. Ni el fútbol era igual que veinte años atrás, cuando me había robado el corazón, ni yo tampoco era ya aquel niño que no vivía para nada más que el fútbol. Si todavía hoy recuerdo mejor a los goleadores de un partido de 1999 que a los de un partido de hace tres semanas es porque cuando eres pequeño, si te gusta el fútbol, el fútbol lo abraza todo. No hay nada más allá. Para un hijo único de hijos únicos como yo, el fútbol era un campo para correr en el cual hacer volar la imaginación y no sentirme solo cuando estaba solo en casa. El gol de Pizzi contra el Atlético me enseñó que hay que tener fe incluso en lo imposible, el Barça de Van Gaal me enseñó que el orden es necesario para disfrutar de las aventuras y las ligas de Ronaldinho me enseñaron que para alcanzar la gloria hay que ser perseverante en la travesía previa del desierto, ya que un ganador es, sobre todo, quien nunca abandona el deseo de ganar.

Hacerse mayor, sin embargo, es empezar a tener otras preocupaciones. Después del Barça poético de Guardiola, el esplendor de la era Messi coincidió con el inicio del fin de mi idilio, quizás porque a los veintiséis años empiezas a descubrir otras cosas de la vida que valen tanto la pena como el fútbol. Un fin de semana en un hotel delante del mar, una cena con amigos y buenos quesos, abrir una botella de vino del 2003 o simplemente estar en casa con la persona que amas después de una semana en la que os habéis visto poco. Si encima resulta que el club del que eres socio cae a manos de unos terroristas que lo quieren desmantelar y que el equipo rival que más odias gana una Champions tras otra como quien hace churros, un día decides alquilar el abono en el Camp Nou, dejar de ir al bar a ver partidos y empezar a comprarte camisetas vintage de equipos de los años ochenta o noventa, quizás porque tu divorcio no es con el fútbol como tal, sino con el fútbol mercantilista y marketiniano del siglo XXI, vacío de identidad.

El sábado pasado, en la inauguración de la exposición sobre los noventa años de historia de la UE Pla, el equipo de mi pueblo, hablando con veteranos del club que ahora tienen casi ochenta años comprendí que el fútbol, para ellos, era el único espacio de felicidad en aquellos oscuros años de la posguerra. Una foto de equipo del año 1943, con mi abuelo sentado en la fila de abajo y mirando a cámara, me permitió recordar quién soy y de dónde vengo, al igual que me lo recordó al día siguiente Joan Laporta entrando en tromba en el vestuario de Cornellà-El Prat para cantar Oh lele, Oh la la, ser del Barça és el millor que hi ha. Al día siguiente, después de muchos años, me enfundé la camiseta del Barça para saludar el desfile que pasó por delante de mi casa, en París con Aribau, con la misma emoción de cuando tenía ocho años e iba a la plaza Sant Jaume después de que Nicolau Casaus ofreciera algún título a la patrona Mercè, quizás porque en estos tiempos en que la catalanidad parece deshacerse como un azucarillo e incluso la literatura catalana se escribe medio en castellano, el fútbol vuelve a ser el mejor refugio en el cual la alegría es posible.

Catalunya, como país, seguramente puede aprender mucho de lo que ha hecho el Barça en los últimos meses. En un momento delicado y casi agónico, el club se ha aferrado a su identidad para demostrarnos lo que ya sabíamos: que a los ídolos del pasado hay que enseñarles el cartel de salida, que apostar por los jóvenes es un valor de futuro y que confiar en la batuta de alguien que siente los colores siempre es una buena decisión. Ahora que la mayoría de independentistas viven en este tipo de nihilismo nacional, el Barça ha reaparecido como una inyección de moral e ilusión, demostrándonos que el espíritu culé, igual que el pensamiento catalán, rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores. Si me he reenamorado del amor de mi vida es por eso, ya que el Barça, hoy, vuelve a ser sinónimo de esperanza y vuelve a representar todo aquello que quiero, por eso, supongo, las mariposas de mi estómago baten de nuevo las alas con la fuerza de las cosas que suben con fuerza, como escribió Enric Casasses en aquel poema, es decir, el mar, los volcanes, los árboles, la verdad.