En medio de una cena con un grupo de amigos, una madre le dice a su hija: “ahora que vas a cumplir dieciséis años, deberías apuntarte en algún sitio para hacer voluntariado. De pequeña me acompañabas y te gustaba; si te apuntas ahora podrías hacerlo sola y que te vayan llamando”. La chica sonríe. Le gusta el reto. Es una persona formal, muy espabilada y responsable. “Sí que me gustaba acompañarte, me lo pasaba muy bien. Quizás sí que lo haré”. Un pequeño silencio, y la pregunta: “Haciendo voluntariado no se cobra, ¿verdad?”. “Depende de cómo lo mires. No te pagarán con dinero, pero la gratitud de ayudar a los demás es inmensa. Además, tú ya cobras dando clases a niños pequeños”.
Son buenos estudiantes, practican deporte, ballet, música; muchos participan en el ball de gitanes, etc. Pero el tema del voluntariado ha captado su atención porque lo desconocen. Aunque quizás ya lo han hecho, sin ser del todo conscientes, durante cuarto de ESO. En Catalunya, desde hace unos diez años, es obligatorio realizar el “Servicio Comunitario” en cuarto de ESO. Es decir, dedicar como mínimo diez horas presenciales a colaborar con entidades sociales o proyectos municipales. Esta actividad tiene reconocimiento curricular. Aquí es donde se rompe la contradicción que apunta el título de este artículo, ya que, de entrada, parece que si algo no debería ser el voluntariado es obligatorio. Tal como decían muchos de los que no quisieron hacer la mili y se vieron obligados a realizar la Prestación Social Sustitutoria.
Hablo de ayudar activamente a su comunidad, relacionarse con personas, hacerse responsable de cosas concretas con el objetivo del bien común. Como las cosas no pasan porque sí, defiendo que hay que provocarlo
Nos lo tomábamos muy mal porque se entendía como un castigo por renunciar al militarismo. Pero ahora que el servicio militar obligatorio queda muy lejos en el tiempo, un planteamiento como este podría retomarse con un nuevo aire, totalmente positivo. Para la cohesión social me parece muy necesario. Para hacer frente al individualismo y al aislamiento, también. Para la lengua. Y para el reconocimiento y formación de nuestros jóvenes en ámbitos personales que van más allá de lo estrictamente académico.
He consultado informes, encuestas y barómetros sobre la evolución del voluntariado joven en Catalunya. No me han convencido. Para poder afirmar que ha crecido, aceptan una “diversificación” y una “flexibilización” más cercanas al activismo que al voluntariado tradicional. Está muy bien lo que surgió con la COVID; está muy bien el activismo digital por las causas que defienden. Pero eso es activismo. Y yo hablo de acompañar a personas mayores, personas con discapacidad, visitar a enfermos, a niños en riesgo de exclusión. Ser monitores de ocio, formar parte físicamente de proyectos municipales o de entidades sociales, etc. En resumen, ayudar activamente a su comunidad, relacionarse con personas, responsabilizarse de cosas concretas con el objetivo del bien común.
Como esto suena bien pero las cosas no suceden por sí solas, defiendo que hay que provocarlo. Hacer el voluntariado obligatorio. Como se hace ahora con esas diez horas en cuarto de ESO, pero con un poco más de ambición. Y que tenga recompensa. No monetaria, pero sí curricular. Como ocurre actualmente con los monitores de ocio, que pueden acreditarlo. Como debería ocurrir en la obtención de puntos para acceder a trabajar en la administración pública, a determinadas titulaciones, prestaciones o becas. Esto se hace en otros países, como Francia o Alemania donde, aunque no es obligatorio, sí es una condición para acceder esas posiciones. Están debatiendo su obligatoriedad como política de cohesión para hacer frente al populismo, el racismo y la desconexión juvenil.