Querido mío, quien se dedica profesionalmente a lo de la política no es ni como tú ni como yo. Que no, cansino. No tienes ni idea, sólo has visto el mundo por un agujero, conoces a los políticos porque salen en la tele y ya. Tú lo que haces, en realidad, es elaborar suposiciones, sí, tú te imaginas cosas y tienes muy buen corazón, haces un cálculo de probabilidades sobre cómo serán ellos y ellas, pero en calzoncillos y bragas, como los he visto yo, tú no los viste. Conforme, pero eso será otro día, que sí, otro día te contaré por qué les conozco tan bien, al menos a algunos políticos catalanes. A ti lo que te ocurre es que estás desesperado, como buen votante independentista. Bueno, estamos desesperados. Pero es que tú identificas a un individuo con una bata de médico y ya te ves salvado, que
nos asegurará la vida. Ves a la sociedad como si fuera un enfermo grave y que alguien, muy buena persona, con una cruz roja y grande sobre el pecho la curará de todos los males. Mira, los políticos, y harás bien en creerme, son seres completamente diferentes al resto de los seres humanos. Tienen un don que puede convertirse también en una patología. Se llama liderazgo. Y podrán hacer un gran bien -o un gran mal- a la sociedad, quizás sí,
pero por encima de todo, piensan en ellos. Van a lo suyo. El gran patriota es en realidad un  perfecto egoísta, un egocéntrico con la cara más dura que la piedra. Una persona que necesita esta determinada droga. La de sentirse el centro de todo y de todos. Una persona temerariamente enamorada de sí misma. Vive para sentirse por encima de todo y de todos.

Los políticos se hacen pasar, gracias a la vieja tradición republicana, procedente de la burguesía multiplicadora de dinero, de los ciudadanos puntuales, eficientes y honrados, como personas respetables, honorables. Incluso muy honorables, como se denomina a nuestro president de la Generalitat. Estos títulos nacen de la necesidad que tenemos de confiar en los demás para que la sociedad funcione con rapidez. No podemos estar
mirando los billetes siempre a contraluz ni revisando todos los cambios al ir al mercado. El banquero o el vendedor de verduras necesariamente debe ser honorable y de ahí, de ese prestigio, de ese buen nombre, nace la necesidad de escoger a los más decentes para que nos gobiernen. Para que podamos confiar en ellos. Sí, por supuesto. Hasta que un día clarividente decides pesar el auténtico peso de los limones del Caribe que has comprado en el Mercadona. Hasta que otro buen día decides controlar a qué se dedican realmente nuestros políticos. Y lo que descubres no te gusta nada. Ya decía el clásico que deberíamos escoger a los ciudadanos más honrados y decentes y deberíamos controlarlos como si fueran los ladrones y mentirosos más peligrosos. No hacemos esto, qué va. No controlamos a casi nadie. Escogemos a los más ladrones y mentirosos y, encima, los
tratamos como si fueran los más honrados y decentes.

El político suele tener una psicología alterada, con una alteración más o menos grave, porque la política es una experiencia difícil de entomar. De entender hasta sus últimas consecuencias. La política te hace vivir experiencias trepidantes y nocivas para el cerebro. Si triunfas en la política puedes hacer casi todo lo que quieras, tu palabra se convierte en ley de repente. Un día y otro. Puedes cambiar la vida de quien quieras. Hay políticos muy inteligentes como Jordi Pujol, que han soportado la tortura pero no la adulación. Porque el amor propio es el talón de Aquiles de los políticos. Para la mayoría de los humanos comprarnos, por ejemplo, una nevera nueva es un proyecto de gran riesgo que requiere meses de preparación y ejecución. Un político con poder, en cambio, puede construir un rascacielos, un puerto, una nueva ciudad, de hoy para mañana como si dijéramos. Puede gastar sin apenas límites y como si el dinero fuera suyo. El poder ablanda el cerebro de modo que muchos políticos acaban diciendo cosas absurdas, idiotas, contrarias al principio de realidad. Shakespeare enseña en sus textos sobre el poder que lo más parecido a un hombre con poder es, concretamente, un loco. Y un loco de los que tienes que atar si
no quieres terminar como él. El político, además, lo tiene todo porque tiene un ejército de servidores. De modo que, algunos, no saben cómo llenarse la vida, el tiempo. 

Por suerte he hecho de casi todo para ganarme la vida. Un determinado verano, cuando todavía no circulaban las listas negras en los medios de comunicación, participé en un programa de Catalunya Ràdio, un programa como otro, de entretenimiento, sin pretensiones, una emisión puramente festiva y frívola. Alguien decidió que teníamos que hacer debates absurdos entre los que allí charlábamos para llenar el tiempo. Y un día debatíamos si era mejor la playa o la montaña. Y otro si nos gusta más el frío o el calor.
Polémicas de estas tan ridículas como eficaces para matar el tiempo. Algunos oyentes llamaban a la radio y allá se producía un absurdo diálogo porque aquí todos estamos muy solitos en esta vida y necesitamos hablar y que alguien nos escuche. Lo necesita mi gata Gala Placídia que me mete sermones de marramiaus cuando vuelvo a casa y lo necesita la vecina de casa que me cuenta en el cancel que deben operarla de no sé qué, nunca sabes quién te puede abordar.

Hasta que llegó un día en el que hablábamos de si era mejor el champán francés o el cava catalán. Con un compañero nos lo jugamos a cara o cruz. A él le tocó defender el cava y a mí me tocó defender la posición contraria. De modo que, dócilmente, empecé a explicar por antena que la uva del champán no es la misma que la del cava hasta que la directora del
programa me paró en seco. Entraba una llamada. La llamada de un oyente muy importante. Todos nos quedamos atónitos porque al otro lado del hilo telefónico, de repente, oímos la voz inconfundible del vicepresidente del Gobierno de la Generalitat de Cataluña, el honorable señor Josep-Lluís Carod-Rovira, en persona, incluidos ambos guiones del nombre. Que quería dar su opinión. Que naturalmente el cava catalán era el mejor del universo y que tampatantam. Los del programa nos mirábamos entre nosotros,
en silencio, mientras la segunda autoridad de la Generalitat Recuperada se dedicaba un día laborable de verano, por la tarde, a hablar por radio de la incuestionable superioridad del cava frente a los pérfidos productos franceses. A mí me pareció raro que una persona tan importante se dedicara a algo tan innecesario como protagonizar un programa de radio y meternos un sermón identitario.

Hasta que, con el tiempo, he ido viendo que Carod-Rovira no es un político nada especial. La agenda de los políticos se hace siempre sobre la marcha y a menudo no tienen absolutamente nada que hacer, como confesó, en cierta ocasión, M. Rajoy a unos humoristas camuflados. Unos dicen que trabajan por el socialismo, otros que trabajan para hacer una independencia, otros que trabajan para recortar libertades e intensificar el protagonismo de la policía. Pero todos se lo toman con bastante calma, sin ahogos. Algunos se pasan las horas muertas en Twitter o charlando y charlando con éste y con el otro. Divagando. Reuniéndose y volviéndose a reunir. A eso lo llaman trabajar, pero vistos los resultados, después de tantos años, quizás podemos decir que viven de la popularidad, del carisma, de la simpatía, de la personalidad, pero no de hacer demasiado trabajo como la mayoría de los administrados hacemos.