El caso Alves —y algún otro reciente— ha venido a poner encima de la mesa varios puntos: por una parte, alguna de las innegables virtudes de la ley del solo sí es sí; por la otra, que el mensaje de asegurar las pruebas postviolación empieza a ser efectivo y, en fin, que la mujer es dueña de cómo ejercer sus acciones penales y civiles ante estos hechos criminales.

De entrada, la nueva ley ha pasado de poner el acento en el medio violento o intimidatorio del acceso carnal en todas sus variantes a ponerlo en el consentimiento. Si la víctima, mayoritariamente una mujer —dejemos de lado menores y personas con discapacidades—, no quiere, no quiere, y atacarla supone un delito. Los maldicientes —machistas, fueran hombres o mujeres— con lascivia mal contenida decían que, a partir de ahora, haría falta a ir a ligar con un notario para que levantara acta de lo que manifestaba la mujer requerida sexualmente. Simplemente, es una estupidez.

Por una vez, la ley es clara. Dice el artículo 178 del Código Penal: "1. Será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, como responsable de agresión sexual, quien realice cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento. Solo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona. 2. A los efectos del apartado anterior, se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen utilizando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o de vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se encuentran privadas de sentido o de cuya situación mental se abuse y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad".

O sea, ahora lo que tiene que quedar patente no es el medio, sino la ausencia del consentimiento. La ley da algunos criterios, pero no los limita. Y hay violación cuando hay penetración vaginal, anal o bucal, tal como lo describe el art. 179 CP. El diseño del delito es ahora muy claro y especialmente protector de la libertad sexual al pivotar el castigo en la ausencia de consentimiento. Eso machista de que las mujeres cuando quieren decir sí, en realidad, dicen no, ha pasado a la historia. Como ha pasado a la historia que, iniciado un flirteo más o menos intenso o, incluso, con actos sexuales explícitos, la persona afectada puede ponerle fin en cualquier momento. Haber empezado un juego sexual no da ningún tipo de autorización para llegar hasta el final si la persona no quiere: no hay ningún derecho adquirido a proseguir si una de las partes no quiere proseguir. Cada paso tiene que tener su consentimiento o un consentimiento inicial claro inequívoco de hasta dónde se quiere llegar.

El caso Alves ha venido a poner encima de la mesa alguna de las innegables virtudes de la ley del solo sí es sí; que el mensaje de asegurar las pruebas postviolación empieza a ser efectivo y, en fin, que la mujer es dueña de cómo ejercer sus acciones penales y civiles ante estos hechos criminales

Dicho esto, la defensa estándar en casos de violaciones y otras injerencias sexuales criminales es alternativa o cumulativa. Una va de alegar la ligereza moral de la mujer —que es un poco pendón, vaya—, que va provocando con vestimenta o gestualidad... La otra consiste en que sí, que sí que hubo sexo, pero consentido, obviamente. O sea: denigrar a la víctima o dejarla por mentirosa. Cada vez estas defensas tienen peor encaje. Desde mucho antes de la nueva ley, la declaración sólida de la víctima, razonablemente mantenida en el tiempo a pesar del mal rato vivido, es prueba de cargo suficiente para condenar al delincuente sexual.

Esta declaración llega a un máximo de solidez cuando la víctima, con el estado de choque y todo, normalmente con ayuda de terceros, amigos o miembros de seguridad de los locales, hace lo que hizo la víctima del caso de que nos ocupa: ir lo más rápido posible a que le sea practicado un reconocimiento médico —no solo genital, sino integral— con entrega de vestigios de pruebas físicas, como ropa, interior o exterior, rota, manchada, dañada... Si, encima, cuando se trata de lugares de ocio, la seguridad privada activa los protocolos de los sectores y precinta o, por lo menos, recoge restos fisiológicos de víctima y victimario del lugar de los hechos, la acusación dispondrá de unos elementos periféricos de un gran valor que corroborarán la declaración de la persona sexualmente agredida.

Los consejos, que de todos lados se dirigen a las mujeres que han sufrido una agresión sexual, a pesar de la dificultad inicial para seguirlos, cada vez son seguidos por mujeres que no consienten que se pisotee su dignidad. Y si en los lugares públicos —desde salas de fiesta a carpas de fiesta mayor— se hace real la obligación de mantener la seguridad de las mujeres, todo es más fácil. En el caso actual, parece que todo ha funcionado como era debido. O lo que es lo mismo: la prevención y seguridad, la sexual también, de quien participa en acontecimientos públicos no está reñida ni mucho menos con el ocio.

La víctima, como nos comunican los medios que ha pasado ahora, además, ha renunciado a ser indemnizada. Está en su derecho. Es una manifestación de voluntad que puede reforzar la convicción de su relato. Se trata, en todo caso, de una elección personal e intransferible. No es ni mucho menos necesaria ni se tiene que ver, como algunos y algunas han hecho, como una carga a la víctima para demostrar el ataque sufrido. No creo que sea un medio especialmente adecuado. Más bien demuestra ciertas convicciones personales del ofendido que ve la reparación de su daño en una dura pena de prisión —la que prevé el código, de hasta 12 años.

Además, todos los que han aludido para bien o para mal a esta renuncia, son incapaces de ver su efecto penal, que va más allá del dinero. Prohíbe al agresor la posibilidad de negociar, de comprar incluso a la víctima, sea para apartarse del procedimiento o para disminuir carga de su acusación. Sin indemnización en juego, no hay nada que negociar con ella, dado que el perdón es irrelevante penalmente.

Pero hay más: una válvula para obtener una pena atenuada, incluso muy atenuada, es la reparación de la víctima por parte del victimario. Pero, en este caso, la víctima no quiere ser reparada más que por la ley, es decir, por la imposición de un castigo. Un ofrecimiento de reparación que la víctima se niega a aceptar —no está obligada—, además de suponer un reconocimiento de los hechos, difícilmente puede ser aceptado por los jueces, pues carece de destinatario. Como mucho, sabiendo la voluntad de la ofendida, se trataría de un postureo, o contraproducente o, en caso de entenderse positivamente, no pasará de ser una especie de atenuante analógico con no poco esfuerzo interpretativo. Sin saberlo o con plena conciencia, se le ha cerrado prácticamente una puerta al presunto victimario para mitigar un castigo penal que no tiene nada de suave.

Una vez más, algunos y algunas —demasiados— hablan porque tienen boca, pero no tienen ni juicio ni conocimiento de la materia sobre la cual pontifican; ex cathedra, claro está.