En casa, somos gente de rituales. Cada año, por estas fechas, persistimos en repetir las viejas tradiciones sin dejarnos ningún detalle, la vela encendida del belén, el tió que hemos ido alimentando noche tras noche, los villancicos que cantamos como buenamente podemos, el caldo de la madre, que nos produce un maravilloso efecto Proust... Y siempre, en nochebuena, leemos un poema, empapados de la plácida serenidad que otorga la poesía. Este año, nos regalamos "Ho sap tothom, i és profecia", un poema de J.V. Foix que, por cierto, Josep Tero canta de manera deliciosa. Dice la primera estrofa:

“Ho sap tothom, i és profecia.
La meva mare ho va dir un dia
Quan m’acotxava amb blats lleugers;
Enllà del somni ho repetia
L’aigua dels astres mitjancers
I els vidres balbs d’una establia
Tota d’arrels, al fosc d’un prat:
A cal fuster hi ha novetat...”

Una novedad, en casa del carpintero, que arraiga en las convicciones espirituales de una religión milenaria, pero que ha penetrado en todos nosotros más allá de las creencias, como si aquel bebé de un país lejano fuera una renovación de vida, un punto de inflexión a favor de la esperanza. Al fin y al cabo, el relato del nacimiento de Jesús es una historia de amor y supervivencia, que intenta suavizar el mundo. Y aunque en la mesa de casa tenemos de todo, creyentes, escépticos y ateos deslenguados, no hay nadie que practique el ateísmo de las fiestas, porque todos nos sentimos religados por la belleza de esta tradición. Es así como, reunidos por el ritual, afianzamos vínculos, compartimos emociones y renovamos recuerdos que se amontonan delicadamente en el cajón de la memoria, como si fueran copos de nieve. De todo hacemos un homenaje a la vida compartida.

Es eso la Navidad, cuando menos, desde la mirada de mi familia: un regalo de felicidad. Y sí, ya sé que la felicidad es un concepto antipático —políticamente incorrecto, osaría decir—, y que mostrarla es todavía más indecoroso, como si fuera un gesto de soberbia. Pero si algo nos otorga la Navidad es justamente eso, pequeñas dosis de felicidad que cazamos al vuelo: la primera cata del caldo de la madre, la mirada anhelante de los pequeños, la deliciosa ingenuidad de sus comentarios, la ceremonia del tió, las conversaciones indolentes, los abrazos inesperados... De alguna manera, no es que seamos felices, sino que nos permitimos serlo, pausadas las desazones, enterrados los problemas, suspendidas las manecillas aceleradas del reloj.

Es cierto que no hay Navidad más triste que la Navidad de una ausencia, justamente porque la repetición del ritual pone un foco doloroso en la silla vacía, y todo aquello que tenía un sentido luminoso, se oscurece repentinamente. Personalmente, lo hemos vivido, lo hemos llorado y de alguna manera hemos aprendido a recoserlo, quizás por la inercia lógica del tiempo que pasa, o quizás porque sabemos que no hay homenaje mayor a nuestros muertos, que celebrar la vida. Y a menudo, una ausencia dolorosa da paso a una nueva presencia, el abuelo que se va, el nieto que llega...

No hay mucho que añadir. Es cierto que podría abrir el melón de la cuestión religiosa versus el laicismo, la multiculturalidad y etcétera. He hablado en este mismo espacio en alguna ocasión. Pero perdonen que hoy me dé pereza. Estoy muy harta de la hiperideologización que algunos proyectan encima de la tradición, la religión, la familia... y la mayoría de las veces con una incapacidad patética para, sencillamente, disfrutar de la vida. En cualquier caso, los hay que amamos la Navidad sin complejos, y hoy es un buen día para hacer el elogio desmesurado, la pública ostentación. Personalmente, la amo porque respeto la tradición religiosa que ha conformado nuestra identidad cultural, más allá de la creencia en la fe. La amo porque creo en la fuerza renovadora del ritual, convencida que el futuro se solidifica con la memoria del pasado. Y la amo porque creo en la mesa preparada, en nuestra gente que se reúne alrededor, en la tupida red de complicidad y protección que nos otorga la familia. Sea cual sea el modelo, viejo, nuevo, reinventado, pero al fin y al cabo un único modelo: el de la gente que escribe en plural el libro de la vida. Respeto, amor y compañía, la receta infalible...

Feliz Navidad.