Ahora está la gran desazón de hacer gobierno. Con la paralisis institucional, desde el unionismo hasta el independentismo, el mundo que vive de la política empieza a asfixiarse como un pez fuera del agua. El estado ha aplicado el 155 y sólo han pasado cosas buenas. La economía sigue creciendo más que en España, los diarios unionistas siguen perdiendo lectores, el independentismo no se desinfla desde el punto de vista electoral por más que sus políticos hagan el ridículo.

Otra cosa buena que ha traído el 155 ha sido el envejecimiento de la generación de jóvenes que el Estado promovió después del 9N. Toda esa Operación Triunfo, que tenía como objetivo banalizar el conflicto y ganar tiempo, ha acabado de envolverlo todo. Siempre será menos nocivo un político que aproveche su posición para embolsarse algo de dinero que uno que sea capaz de defender o de decir cualquier cosa para mantener el protagonismo o su sueldo.

El crecimiento de Ciudadanos no se puede desligar del impulso que el Estado dio a una generación política de narcisistas sin ningún otro ideal que su promoción, a cualquier precio. Cada vez costará más distinguir el PDeCAT de Marta Pascal del Ciutadans de Inés Arrimadas, o del PP de Pablo Casado. Elsa Artadi, que ahora suena como presidenta de la Generalitat, dirigió la campaña de Junts per Catalunya, mientras se encargaba de coordinar la aplicación del 155.

El Estado está sentado sobre un polvorín y sólo falta Puigdemont descontrolado, ridiculizando la represión de los jueces españoles y conquistando el corazón de los machos del área metropolitana. Se ha dado resonancia a la noticia de este chico que se ha tatuado la cara del presidente exiliado en culo, para hacerle un homenaje. No se ha hablado tanto del impacto que puede tener en la guerra contra España el movimiento que hay para hacer oficial al astur-leonés y la ley que las Cortes Valencianas han aprobado para promover el catalán.

El otro día hablaba con una chica de Pedralbes que había votado el Ada Colau y, por primera vez, se planteaba votar, por simple eliminación, un partido independentista, si vuelve a haber elecciones. De momento es difícil que pueda votar ninguno porque todos siguen poseídos por el folklorismo victimista. Justamente por este motivo, antes que no sea demasiado tarde, el Estado necesita que el independentismo vuelva a las instituciones para que no se le descontrole.

Para que la represión sea efectiva, Madrid necesita que el independentismo pase página del 1 de octubre con un gobierno autónomico. Necesita que los mismos partidos que engañaron a la gente vuelvan a traicionar su programa electoral con la excusa de defender el catalán y de ampliar la mayoría social que tiraron por la ventana. Sin gobierno, los chicos de Ciudadanos, del PDeCAT y de ERC que deberían formar la nueva élite autonomista cada día hacen más cara de títere.

La verdad empieza a flotar con tanta fuerza que hay prisa para restaurar los falsos conflictos y las discusiones absurdas que habían servido para vivir durante tantos años de la la extinción de Catalunya.