Viajes de venganza es una expresión que algunos medios adoptaron cuando en 2021 el mundo empezó a reabrirse y la gente decidió recuperar el tiempo perdido. Porque, sí, fue un tiempo perdido. Aquello no tenía que hacernos mejores ni nada de eso. Quizás, al contrario. El problema es que estamos dispuestos a gastar lo que sea. Empezando por los billetes de avión, que es lo que nos ocupa. El aumento del coste del combustible explica una parte de ese encarecimiento. Pero la otra parte se explica por la oferta y la demanda. El mundo todavía no está reabierto del todo, sobre todo China. Las compañías despidieron a mucho personal. Y tienen miedo al futuro de cara a contratarlos de nuevo. De modo que este verano nos encontramos en una tormenta perfecta. Hay menos aviones operando, aparatos más pequeños y, por lo tanto, menos plazas, pero unas ganas locas de vengarse de la covid. O de los confinamientos. Y menos oferta y mayor demanda significa precios más altos. Que se detendrían si el consumidor dijera basta. Pero como nadie se planta, los precios suben. Y sube, claro, la inflación.

Volar este verano será, ya es, un deporte de riesgo. O una tortura. Llegar al aeropuerto. Hacer cola para embarcar una maleta. Hacer cola y humillarse en el control de seguridad. Rezar para que no haya overbooking. Cruzar los dedos para que no haya retraso. Esperar, por último, que el vuelo no se cancele. Llegar a destino. Rezar para que haya llegado la maleta. Y empezar a sufrir para la vuelta.

Menos oferta y mayor demanda significa precios más altos; que se detendrían si el consumidor dijera basta, pero como nadie se planta, los precios suben

Pero el caso es que se ha impuesto el carpe diem y hemos decidido no mirar al otoño, aunque sabemos lo que viene, y aunque los trenes nos salgan gratis. Cuando lleguen. Y lo que viene nos lo adelantan los alemanes. El Gobierno ha pedido a sus 83 millones de habitantes que se tomen duchas más cortas y con agua un poco más fría para ahorrar un 10% del consumo respecto a otros veranos. Se trata de prepararse para cuando llegue el general invierno. No sea que las obras de mantenimiento de uno de los gaseoductos rusos se alarguen más de la cuenta, como cuando Florentino hacía obras en los lavabos. Dicen que les hace falta un compresor de la alemana Siemens. Y como hay sanciones, no pueden tenerlo. Total, que dado que el gas es un arma de guerra, ya hay políticos que apuntan al racionamiento del agua caliente en determinadas horas del día. Incluso de rebajar la temperatura máxima de las calefacciones privadas, encender menos la luz, apagar farolas y el aire acondicionado de los edificios públicos, la luz nocturna de museos y lugares históricos e, incluso, eliminar semáforos donde haya menos tráfico nocturno.

Parece bastante razonable pensar que la solución no es perpetuar la guerra en Ucrania enviando armas. Parece más razonable —siempre— la vía diplomática. Europa está perdiendo mucho mientras los americanos hacen negocio con su gas. Como parece poco razonable, en el caso de España, que con Rusia jugando con el grifo del gas, sea justo ahora cuando hay peores relaciones con Argelia. Antes arruinada que rota. En España no existen planes de racionamiento de gas. Pero los precios van a subir. El del gas sube el de la luz. Y el de la gasolina se disparará. Total, que nos autoimpondremos duchas cortas, ir a pie y vivir a oscuras.

Claro que siempre hay quien va a salir ganando. Y no hablo de los fabricantes de armas, sino de los fabricantes de chimeneas y estufas de leña y los productores de pellets de madera y carbón. Quizás pronto volverán a pasar con mayor insistencia los camiones de butano, ahora un negocio en declive. Y, finalmente, volverán los chistes de butaneros.