Algunos todavía tenían de Carles Puigdemont la imagen del caudillo que un día de estos les llevaría a la independencia, que levantaría por fin la suspensión de la declaración unilateral que él mismo había dejado en suspenso aquel 10 de octubre del 2017 en que la cara de los catalanes que habían hecho posible el referéndum del Primer d’Octubre se llenó en cuestión de segundos de amargor y tristeza. De aquel paso atrás, sin embargo, deriva la claudicación que representa el acuerdo alcanzado con el PSOE para volver a investir a Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de España, en función del cual el 130º president de la Generalitat renuncia definitivamente, seis años después, a hacer efectiva aquella declaración que en teoría sólo estaba aplazada temporalmente. Ahora quizá a esos que todavía creían en él les caerá de una vez la venda de los ojos.

Y es que, más allá de la pomposidad dialéctica con la que lo han presentado y defendido, el pacto que ha firmado JxCat no es ni siquiera, como acostumbra a pasar con los papeles políticos de este tipo, una declaración de buenas intenciones. Es sólo un compendio, al contrario de lo que en teoría cabría esperar, no de los acuerdos, sino de los desacuerdos que separan a las dos fuerzas políticas, y una enumeración de los objetivos que JxCat ya sabe antes de empezar que no conseguirá nunca de manos del PSOE, desde el referéndum de autodeterminación hasta la liquidación del déficit fiscal, por ejemplo. ¡Qué más querría el independentismo que el pacto "abriera la puerta a la autodeterminación, concediera a Catalunya soberanía fiscal y presencia internacional" y representara la muerte "del pacto de la transición y del régimen del 78", como se ha apresurado a valorar de forma sesgada y malévola la caverna española! No, el acuerdo PSOE-JxCat no es nada de todo esto, es una entente al más puro estilo autonomista, perfectamente encuadrada en el marco constitucional español, que es muy legítimo que sea lo que quiere la formación de Carles Puigdemont para ir sobreviviendo, pero que deje de hacerlo pasar como si de una alianza en clave independentista se tratara, que admita que lo que busca es el encaje en España y no la independencia de Catalunya.

Que el documento rubricado entre las dos partes reconozca que el conflicto político precisamente entre Catalunya y España se remonta a la época de los Decretos de Nueva Planta —sin citar para nada la fecha del 1714 ni la figura del borbón Felipe V— no tiene, a efectos prácticos, ningún valor. También lo proclamó Jordi Pujol en la solemnidad del debate de investidura celebrado en el Parlament en abril del 1992 y no tuvo ni ha tenido ninguna consecuencia. Por mucho que JxCat quiera hacer ver lo contrario, el pacto es más inconcreto que el firmado entre el PSOE y ERC, que ya es decir, y se resume en la creación de una mesa de diálogo, con verificador internacional eso sí, para empezar a negociar, "si procede" —atención al añadido—, una serie de cuestiones indeterminadas en los ámbitos genéricos del reconocimiento nacional y de los déficits y las limitaciones del autogobierno. Cuando lo acordado es que "las dos partes deberán acordar, si procede (...), los contenidos de los acuerdos a negociar", es que no hay mejor manera de definir el carácter y el alcance del acuerdo. En la línea de la política del peix al cove, pero la cruda realidad es que esta vez, por no haber, no hay ni pescado y el cesto está vacío. Un acuerdo que, a fin de cuentas, llega al mismo punto en el que se encuentra ERC, con la diferencia de que los de Oriol Junqueras renunciaron a todo el día siguiente del 1-O y los del 130º president de la Generalitat, como buenos sucesores que son primero de CDC y después del difunto PDeCAT, lo hacen seis años después de mantener la comedia y la ficción.

A partir de ahora, la clave será no si Carles Puigdemont y los suyos siguen enredando a la gente que de buena fe ha creído en ellos con los ojos cerrados, que ya se ve que sí, sino si esta gente es capaz de abrirlos y de no dejarse enredar más

Capítulo aparte merece la ley de amnistía fruto del pacto del PSOE tanto con ERC como con JxCat. Debe ser el único acuerdo concreto y es sin duda importante para despenalizar a todos los represaliados por la defensa de la causa catalana. En este sentido es fundamental que se puedan beneficiar no sólo los dirigentes políticos, sino sobre todo los centenares de ciudadanos anónimos que se partieron la cara para sacar adelante el proceso de independencia, aunque el resultado final no fuera el deseado. Es una medida, por tanto, casi de carácter personal y humanamente comprensible y nada criticable. Políticamente, sin embargo, también es relevante, porque permite sacar la política de la vía judicial y devolverla a la vía política de la que no habría tenido que salir nunca. Ahora bien, por sí sola no resuelve ni mucho menos el conflicto secular entre Catalunya y España. Y el trabajo será poder aplicarla a la vista de la reacción, en forma de llamamientos a la insurrección, que está teniendo esta caverna española, de la mano del PP y Vox, pero también de una parte del PSOE, de la judicatura, del clero, del empresariado, de los medios de comunicación, de la Guardia Civil y del estamento militar, de los poderes del estado en pocas palabras, y que está dispuesta a lo que haga falta para evitar, aunque sea mentira, que “España se rompa”. La situación es de un clima creciente de golpe de estado —impensable en cualquier país del mundo occidental, pero no en la España que conserva todos los tics franquistas—, que puede estallar en cualquier momento y con consecuencias imprevisibles.

Pese a todo, y si nada se tuerce, todos estos pactos permitirán que Pedro Sánchez sea investido pasado mañana otra vez presidente del Gobierno de España con los votos, entre otros, también de JxCat. O lo que es lo mismo, el partido de Carles Puigdemont no habrá cobrado por adelantado, a pesar de haberlo exigido, porque nada se habrá aprobado antes de esta investidura, ni la oficialización del catalán en Europa ni siquiera la ley de amnistía, entrada justo ayer en el Congreso, mientras que el líder del PSOE, en cambio, habrá conseguido el aval para continuar cuatro años más en la Moncloa sin necesidad de haber tenido que pagar nada de antemano. Y una vez vuelto a escoger, y por mucho que la letra de la entente prevea que la estabilidad de la legislatura queda sujeta "a los avances y el cumplimiento de los acuerdos que resulten de las negociaciones", como buen maestro del trilerismo que es, ya encontrará la manera de salirse con la suya. Es la diferencia, la gran diferencia, que existe entre los partidos catalanes y el PNV, que ha sido el último en sellar la alianza con el PSOE, que por cierto la ha firmado el propio Pedro Sánchez en persona y no ninguno de sus segundos —ni el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, ni el secretario de organización del PSOE, Santos Cerdán—, y que, como siempre, ha conseguido una serie de mejoras específicas no para el partido, sino para Euskadi.

El resultado de todo ello es que JxCat pasa a hacer el papel que el anterior mandato había hecho ERC y que tanto había criticado, y todavía critica, y que ahora asegura que, por descontado, desempeñará mucho mejor que nadie. La retórica es la misma de siempre, y sin ningún propósito de enmienda. El redactado de la pregunta de la consulta interna para que la militancia aprobara el pacto lo dice todo: "¿Ratificas el acuerdo firmado en Bruselas entre Junts per Catalunya y el PSOE, en el que se establecen tanto las condiciones como los mecanismos para la resolución del conflicto político entre Catalunya y el Estado español y en el que plantearemos un referéndum de autodeterminación?". A partir de ahora, pues, la clave será no si Carles Puigdemont y los suyos siguen enredando a la gente que de buena fe ha creído en ellos con los ojos cerrados, que ya se ve que sí, sino si esta gente es capaz de abrirlos y de no dejarse enredar más.

El 9 de noviembre del 2023, el día de la firma del pacto PSOE-JxCat, que para los amantes de los simbolismos era la festividad de la virgen de la Almudena, patrona de Madrid, y coincidía con el noveno aniversario de la consulta del 9-N del 2014, será recordado como el día de la claudicación definitiva de todo lo que significó el 1-O.