En general, en el mundo occidental las vacunas no son obligatorias. Hay alguna excepción según el sector donde se trabaja. En algunos países, el personal sanitario de los servicios de atención médica y el sociosanitario de las residencias de mayores sí se tiene que vacunar. Es el caso, por ejemplo, de Francia, Italia o Grecia. Para el resto de la población no existe esta obligación, cosa que, en plena pandemia, me parece bien discutible. Veamos.

De la mayor parte de enfermedades infecciosas, nos vacunamos generalmente al nacer o de pequeños. La inmunización de grupo, pues, ya la tenemos consolidada. Así, por ejemplo, la difteria, la tos ferina, el sarampión o poliomielitis. De alto interés resulta la publicación de la Conselleria de Salut Consideraciones éticas y sociales sobre el calendario de vacunaciones, un auténtico vademécum muy comprensible sobre estas y otras vacunas, en especial el alcance de la vacunación y el número de incidencias, en muchos casos igual a cero. Una conclusión clara como el agua: las vacunas evitan enfermedades y sus consecuencias, la más importante de las cuales ha sido históricamente la muerte.

Ahora, claro está, en plena pandemia ya disponemos de vacunas en un esfuerzo científico, económico, industrial, logístico y asistencial sin precedentes de ningún tipo. De hecho en poco más de ocho meses, en Catalunya y España se ha vacunado el 80% de la población vacunable. Salvo personas que, debido a su estado de salud, no pueden recibir las vacunas, el 20% de personas que no se han vacunado es porque no han querido. Las causas diversas: pereza, confianza en la inmunidad de grupo, motivos ideológicos o, simplemente, supercherías.

Con respecto a los perezosos y confiados parece que los hechos se encargan de motivar a quién así piensa y, por suerte, ya se encaminan hacia los centros de vacunación. Los ideológicos, así generosamente cualificados, creen que tienen derecho a no vacunarse. Puede ser. Estos autodenominados libertarios son unos iliberales que no adoptan los principios liberales de libertad, igualdad y fraternidad. Sin estas tres columnas, el mundo moderno no se aguanta. Los libertarios de conveniencia olvidan la igualdad y la fraternidad. Es más, como ya escribí en estas páginas tiempo atrás, no piensan en que su —discutible— derecho a no vacunarse, tiene como consecuencia el derecho a infectar a los otros, derecho, obvio es decirlo, que no existe. Ni tienen derecho a hacer pagar al resto los elevadísimos costes de sus tratamientos y secuelas cuando son presas de la covid-19. Eso podría llegar a generar responsabilidades personales. Los que predican tonterías merecen lástima.

Estos autodenominados libertarios son unos iliberales que no adoptan los principios liberales de libertad, igualdad y fraternidad. Es más, como ya escribí en estas páginas tiempo atrás, no piensan en que su —discutible— derecho a no vacunarse, tiene como consecuencia el derecho a infectar a los otros, derecho, obvio es decirlo, que no existe.

Hoy por hoy, las vacunas contra la covid no solo requieren una dosis de refuerzo, porque los anticuerpos generados van perdiendo eficacia —tercer tramo de inyecciones que justo acabamos de empezar—, sino que no impiden que el vacunado pueda ser vector de contagios aunque él sea inmune. Por eso mantenemos todavía la mascarilla: no nos podemos permitir exponernos a los aerosoles de aquellos que no forman parte de nuestro grupo más íntimo. Por eso llevamos la mascarilla en el transporte público, en el trabajo, en los centros de enseñanza de todos los niveles, reglados y no reglados, espectáculos...

Eso no es suficiente. Con una situación mucho mejor que el resto de Europa, salvo Portugal —las cigarras del sur han dado una buena lección a los arrogantes del norte—, nuestros hospitales sufren un incremento sin traba: crecen día a día los nuevos ingresos, ingresos graves, incluso en las UCI. Variando según comunidades, los no vacunados representan unos dos tercios, como mínimo, de los ingresados.

En este contexto tanto de salud pública como de gasto innecesario, se podría plantear la necesidad de la obligación vacunal. Ahora bien, en unos países donde ni el personal sanitario tiene la obligación de vacunarse (sí, en situaciones de exposición, tienen que mostrar la PCR en vigor), choca esta demanda de obligación vacunal, que incluso, para ser efectiva tendría que ser exigida coactivamente.

Según mi opinión, hay base legal para hacerlo. Pero no tema el lector; no pienso adentrarme en este pesado territorio jurídico de las obligaciones ciudadanas, en especial de las exigibles a la fuerza.

Esta exigibilidad a la fuerza es lo que echa atrás a los gobiernos occidentales a la hora de imponer la carga personal de las vacunas, incluso en pandemia. El coste de identificar a los antivacunas de todo tipo y llevarlos, si hiciera falta de la oreja, a pincharlos no sería nada despreciable. Iríamos a por lana y saldríamos trasquilados.

Pero además —y a eso los gobiernos le tienen mucho más miedo— tendría un coste reputacional que se traduciría en las elecciones. Con la poca fuerza, en general, con la que los Estados se enfrentan a la extrema derecha, a los Illuminati y otras catervas que pasan por alto las mínimas reglas de la convivencia, solo faltaría añadir un frente antivacunas que indudablemente sería explotado electoralmente y al cual muchos vacunados darían apoyo sin parpadear.

En conclusión: paciencia, mucha pedagogía, tanto pública como particular. Aunque el fiasco de la app de la Conselleria de Salut para poner en marcha el pasaporte covid no ayude ni mucho menos. Contra eso no hay vacuna.