Ya hace muchos años que dejé de hacer vacaciones. Esto de escribir, creo que lo dijo Calders, es un arte que se tiene que practicar siempre; si no ejerces el trabajo como un atleta —cada día, sin excepción—, mejor que te dediques a otra cosa. Cuando era pequeño ya me daba mucha pereza eso de hacer el zángano en la playa y, actualmente, la pretensión de contemplación y de inactividad me provoca una auténtica alergia. Contraviniendo la costumbre de seguir trabajando durante la canícula, mi costilla consiguió arrancarme de mi amada ciudad para ir unos días de estancia a un bellísimo paraje de montaña. La primera mañana, la ansiedad que sufrí fue tal que tuvimos que improvisar una ambulancia al hospital más próximo (situado en el quinto coño) y celebramos eso del descanso con mi primer electrocardiograma. Espero, por el bien de todos, que no me vuelva a hacer pasar por un suplicio igual.

Por fortuna, he vuelto a trabajar, aunque sea con el tempo más adagioso de las noticias veraniegas, aprovechando también el tedio periodístico (y el aburrido retorno a la actualidad del pesado de Waterloo) para acabarme unos tochos que ahora puedo devorar tranquilamente, como los Pensaments de Pascal y el volumen Saviesa grega arcaica, ambos publicados en la benemérita Adesiara. Pero también dedico un cierto tiempo a una de mis adicciones predilectas de verano: seguir las vacaciones de los pobres catalanes en Instagram. En Catalunya ya hace tiempo que se ha instalado una adoración desmesurada por la precariedad y el sacrificio de ser un poco mendigo. La tendencia de hacerse el pobre desganado es un hábito especialmente presente en la secta mediática, donde las heroínas de la comunicación tribal no dejan pasar la ocasión para recordarnos que viven en pisos liliputienses de nevera cubierta de telarañas.

En la próxima vida tenemos que ser pobres, pero precarios de cojones; así conseguiremos cascarnos unas vacaciones de reyes, generaremos contenido y, encima, empoderaremos a la peña

Pues bien, la situación paupérrima que describo contrasta con un despliegue viajero en Instagram que provocaría la envidia de Paris Hilton. Yo no sé de dónde sacan la pasta las celebrities tribales de la cosa nuestra mediática. ¡Pero qué profusión más bestia de travesías a todos los rincones del planeta! ¡Qué calas que encuentran por los lugares más recónditos del mundo, prácticamente desiertas y de agua milagrosamente impoluta! ¡Hay destinos, creedme, de los cuales no conocía ni la existencia! ¿Y qué me decís de estos hoteles y de esta profusión inaudita de viandas? ¡Hijita mía, qué dispendio! En casa no nos acaban de salir los números, y todavía no hemos entendido cómo una gente que vive una existencia prácticamente mendicante puede transformarse, solo en agosto, en gemela de Cleopatra. Eso de nuestros pobres es un homenaje al all included: ¡así cualquiera se apunta a pordiosero!

En casa, realmente, hemos hecho las cosas como el culo. Desdichados de nosotros, aspirábamos simplemente a ser miembros de aquello que llamamos clase media barcelonesa (una especie de gente sin demasiadas pretensiones, más allá de poder gastarse unos euros en libros en La Central cada semana y poder visitar de vez en cuando alguno de los insufribles restaurantes del Eixample). Pues bien, ahora se confirma que nos tendríamos que haber apuntado a la moda del pobrismo y dedicar muchos más esfuerzos a Instagram (a generar muchos contenidos, como dicen los cursis). De haber seguido punto por punto el nuevo paradigma, ahora ya tendríamos programa propio en TV3 o incluso habríamos podido alcanzar una silla de vicepresidenta en la Diputación de Barcelona. ¡Lo tontos que hemos sido! Descansamos unas horas y ya tenemos que correr al médico para que nos regale un poco más de diazepam: bienaventurada seas, pastillita de mi corazón.

En la próxima vida tenemos que ser pobres, pero precarios de cojones. Así conseguiremos cascarnos unas vacaciones de reyes, generaremos contenido y, encima, empoderaremos a la peña. Aunque sea al precio de acabar infartados de tanto glamur.