A raíz de los sangrientos atentados de París del pasado viernes y de la utilización permanente de vocablos como "guerra" (Francia contra Siria), "caza" (del terrorista), "libertad" (perdida), "seguridad" (policial), "solidaridad" (restringida), "indignación" (alteridad) y "refugiados" (peligrosos), se está tratando de plantear un falso dilema a las sociedades occidentales que consiste básicamente en convencerlas de que tienen que cambiar de vida ya que nos adentramos en un nuevo paradigma en que nadie podrá estar seguro. Es cierto que la seguridad, como la habíamos entendido, desapareció bruscamente tras los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos. Y que atentados como los de Madrid (2004), Londres (2005) y el de hace unos meses en París nos enseñaron un mundo mucho menos seguro del que imaginábamos.

Estos días, el miedo se está expandiendo rápidamente. Nos dicen que no hemos de tenerlo, pero no hay gobernante que inmediatamente después no nos diga que no estamos seguros. Lo hemos visto en Francia. Un gobierno de izquierdas aplicando la medicina Bush (atacar como represalia) mientras su primer ministro advertía a los franceses que en cualquier momento podía haber un nuevo atentado. Lo viví en París tras la matanza de Charlie Hebdo: ciudadanos en silencio en los restaurantes, amplias clases medias turbadas por la incertidumbre, que ante una disputa política por encarnar la seguridad como única salida se inclinaban por el Frente Nacional. No debe ser ahora muy diferente, por más que el discurso oficial vaya por otros derroteros.

Si hay algún impacto que tiene una enorme onda expansiva es el que guarda relación con los acontecimientos deportivos y muy especialmente con el mundo del fútbol. Si sorprendente ha sido la suspensión del partido de selecciones entre Bélgica y España que se debía disputar en Bruselas, mucho más llamativo ha sido el aplazamiento, una hora antes del comienzo, del que debían celebrar en Hannover las selecciones de Alemania y Holanda. Las explicaciones que se han dado para la suspensión, motivos de seguridad, son tranquilizadoras por la efectividad policial, pero también tienen algo de descorazonadoras. Cuando la seguridad no puede ser garantizada, lo que a veces depende de un golpe de suerte, trasladar tranquilidad a los ciudadanos no deja de ser un eufemismo. Lamentablemente, Europa llega tarde a la solución del problema. También llega desunida, porque siendo un problema global no todos los países lo viven con la misma  intensidad. Y, finalmente, llega con demasiados mediocres en la sala de máquinas.