Como muchas otras televisiones del mundo (de estados con perfecta apariencia democrática), TV3 es un medio de comunicación que ha normalizado la censura. El hecho de que la represión del libre discurso sea plenamente legal, y a menudo acordada con los programadores, provoca que la castración de sus profesionales se configure mediante una sutil perversidad. En este sentido, los nuevos censores apelan a menudo al libro de estilo (a saber, un código sensato de lo que está feo decir), al delito de calumnias del Código Penal (español, of course) y a otras naderías. Pero la raíz es más honda: los contenidos de todo lo que ocurre en la televisión pública están sujetos al beneplácito del Consell de Govern de la Corpo y del Parlament a través de sus comisiones e intereses partitocráticos; una telaraña burocrática donde, al límite y nebulosamente, nadie es enteramente responsable de prohibir nada.

Todo esto pasa en el nivel de la política, pero lo importante es ver cómo esta estructura de control parlamentario se basa en una idea censora todavía más nefasta. A saber, el pressing externo a periodistas, escritores y guionistas en general se favorece en tanto que el del derecho de ofensa (por parte de una formación política, de un colectivo desdichado, de una minoría silenciosa y blablablá) siempre acaba prevaleciendo a la libre determinación discursiva de un creador de contenidos. La libertad de expresión aparece solo cuando el criterio individual pasa por encima de la recepción de su discurso, por cruel o inadecuado que pueda parecer a políticos, guardianes del buen gusto y activistas protectores de transexuales, machos alfa, focas antártidas y descendientes de los muertos en el campo de concentración de Ravensbrück. Si se quiere poner un "pero" o un límite a la frase precedente, no es partidario de ejercerla. Y punto.

La cuestión no es si nos tenemos que dejar pervertir por los medios del poder, sino hasta qué punto podremos ir tirando apareciendo en una versión desmejorada de nosotros mismos que acabe favoreciendo el enquistamiento del poder y la normalización de la censura

El reciente caso de censura (y despido) de Manel Vidal como miembro del programa Zona Franca se enmarca en este marco de represión legalizada. Por eso el periodista Sigfrid Gras podía confesar al amigo Jordi Basté —con una frase prototípica de la mafia— que los humoristas de La Sotana ya sabían dónde se metían desembarcando en la cadena pública que él dirige. El hecho tiene bastante coña, visto que Joel Díaz y su grupo de comediantes habían hecho bromas muy similares destinadas a formaciones políticas como Vox o la antigua Convergència. Pero eso da lo mismo, porque la expulsión de Manel demuestra que con las estructuras políticas y mediáticas del procesismo nunca se podrá hacer una media. Dicho de otra forma, que la fuerza putrefactora de la política catalana acabará convirtiendo a los sotaneros en la cuota canalla que ya le va bien a la nueva hegemonía cultural de Esquerra y del PSC.

De todo eso yo había hablado con algunos de sus integrantes y, para que veáis que no solo veo la paja en el ojo ajeno, esta es una dinámica que nos afecta a todos. Resulta muy fácil comprobar cómo, desde que mis artículos son altamente mediocres, que mi incidencia cultural en Barcelona es menor y que la única conmoción que he provocado a la tribu fue mi confesión pujolista de antiguo alcohólico, cocainómano y adicto a los culos en general (primordialmente femeninos, aclaro), mi presencia en la tele pública no ha dejado de aumentar. Eso no quiere decir que, en el Planta Baixa o donde sea, servidora no aparezca bajo la estricta condición de decir siempre lo que me brote de la cabeza. Este no es el tema; el autonomismo procesista nos permite decir lo que queramos, pero nos empuja a aceptar nuestra caricatura como la forma más idónea de mostrarnos al mundo.

Una vez pacificados los monologuistas de mi generación, el actual poder político de Catalunya ya se encuentra poniendo el ojo a los jovencitos de apariencia más despierta de la tribu. Se ve claramente en las articulistas que promociona y en cómo los tentáculos de la televisión pública ya se han empezado a fijar en las tertulias de los socios júnior del Ateneu (como siempre, el jardín de la calle Canuda avanza las dinámicas culturales del país con una maña inigualada). La cuestión, como pasa siempre, no es si nos tenemos que dejar pervertir por los medios del poder, sino hasta qué punto podremos ir tirando apareciendo en una versión desmejorada de nosotros mismos que acabe favoreciendo el enquistamiento del poder y la normalización de la censura, o si seremos capaces de urdir estructuras sólidas que se alejen de todo aquello que controla el procesismo. Si Manel sale pero acaba prosperando, al final todo será para bien.

Sea como sea, la situación de punto muerto y enfriamiento tiene un límite. Yo he empezado a preparar mi renacimiento y ya os puedo adelantar que será una cosa bárbara. Aclaro, porque en casa también son lectores fielísimos, que no pasará por el güisqui, la farlopa, ni por los culos (de ambos sexos). Eso ya lo tenemos hecho y de algo tiene que servir la experiencia.