Los catalanes, esto sí que resulta difícil de negar, somos una gente bien sufrida. No solo tenemos que aguantar que nuestra máxima instancia de representación internacional sea Meritxell Serret (una señora que se gasta la oceánica cuota de autónomos que nos hurtan cada mensualidad en viajes absolutamente delirantes, urdimbres con el objetivo de reunirse con los conserjes de Naciones Unidas para charlar un ratito sobre el calentamiento global del planeta), sino que la máxima cuota de heroísmo y de resistencia tribal que podemos ofrecer en el mundo es la de una decena de turistas cautivos en un hotel de Etiopía a raíz de las tradicionales reyertas que ocurren en países sin orden ni policía, y que los medios públicos del país —en una muestra informativa de auténtica vergüenza ajena— acaban convirtiendo en una peña tan loable como los primeros escaladores del Kanchenjunga. Demencial.

En casa, desde bien pequeños, nos enseñaron que hay que viajar siempre a ciudades donde mande gente bien revestida y donde la policía sea el único mediador cultural posible. Hemos ido a Manhattan, hemos dejado que los ingleses nos roben sistemáticamente en todos y cada uno de los nauseabundos restaurantes londinenses, e incluso visitamos discotecas berlinesas en busca de muslo y glande. ¡Pero todo dentro de un orden bien novecentista, no me jodas! En estas complejísimas urbes ha habido manta peligro y cadáveres, pero los bomberos siempre te acaban rescatando los gatitos de los árboles. Fijaos, por ejemplo, en mis queridos neoyorquinos, a quienes los moriscos les metieron muy abajo dos torres como dos hayas y al día siguiente mismo todo cristo volvía a la oficina como si no hubiera pasado nada. Tenedlo claro: hay que dirigirse a lugares normales.

Los turistas catalanes atrapados en Etiopía son aquel tipo de gente que puede andar por todo el mundo, pero nunca osa abandonar su islote espantoso de provincianismo. Son de los tipos de individuo que dice de volar hacia África porque le complace ver "como hay gente muy acogedora y humana, que vive mucho mejor que nosotros, sin tener prácticamente nada de material", unos bípedos para quienes hace falta dirigirse a países misérrimos pues "su paisaje tiene una paleta de colores que no encuentras en ningún lugar más de la tierra." Hijita mía, créeme, si quieres ver colorín coge un taxi al Ganga, y si te interesa la naturaleza humana, deposita las nalgas en la barra del Hakkasan o en el primer piso del Covent Garden, con toda aquella hilera de acompañantes profesionales. Sé educada, Meritxell, y si te fotografías con cuatro negritos para explicárselo a las amigas de Calella, no nos regales lecciones de antropología.

De la misma forma que los domingueros se indignan con la administración cuando se pierden metiendo el mec en la montaña y la autoridad competente los tiene que acabar enviando un helicóptero sufragado por todo dios, a los turistas de Etiopía les han faltado pocos minutos para excusar su estulticia en la indiferencia del Estado con el suyo (supuesto) secuestro. Mira Josep Maria: el trabajo del enemigo —y mira que esto de las embajadas españolas siempre ha mandado huevos, todo sea dicho— no es venirte a salvar el culo cuando te metes en según qué fregados. Si los militares del tercer mundo te han acabado llevando al aeropuerto, hijito mío, da las gracias por conservar la vida (y agradece, de paso, que no te hayan cobrado la factura del helicóptero); y a la próxima planea una estancia en Sant Andreu de Llavaneres. Hay una gran riqueza de tonalidades y un grupo mamados de todo el mundo con una espiritualidad todavía por descubrir

Como consejo general: intentad no moveros mucho de casa. Y, sobre todo, tened la educación de no querer descubrir nada. Descubrir es un hábito asqueroso. Hay que andar siempre por aquello conocido. Y si os enganchan haciendo postureo esconded rápidamente nuestra tara nacional; así quizás seremos capaces de conservar el escaso prestigio que un día tuvimos en el mundo.