El pasado lunes, unas 150 entidades cívicas (y una nutrida pasarela de figuras periodísticas de la tribu) protagonizaron una simpática performance en las escaleras de la plaza del Rei de Barcelona contra la criminalización de la protesta, a raíz del caso Tsunami. La mayoría de lectores tendrán la imagen presente en la memoria y uno entenderá que a servidor se le escapara la risa viendo a alguna estrella de Planeta o de Godó, empresas que habían criminalizado la pirotecnia de este movimiento mientras aplaudían una forma de violencia estructural mucho más bestia, como el artículo 155 y la represión posterior a los hechos de 2017. Yo nunca me he manifestado por el derecho de bullanga y libre expresión, entre otras cosas porque lo practico en cada artículo, escribiendo lo que me sale de la sesera y de las narices; pero hay que tener poca vergüenza para currar para los españoles mientras impostas cara de maulet.

No creo en la existencia de almas moralmente puras y siempre he desconfiado de los virtuosos angélicos, pero diría que si alguna secta tendría que esconderse cuando se habla del Tsunami es precisamente la periodística. Los informadores catalanes han mostrado una indiferencia absoluta por averiguar quiénes fueron los miembros del estado mayor (sí, lo escribo en minúscula) que mandaron a nuestros jóvenes a romperse la cara al aeropuerto mientras ellos eran bien conscientes de que lo único que harían era recibir hostias de la pasma. Se podría aducir que nuestros plumillas no querían comprometer la represión judicial de ningún particular, pero esta total falta de crítica a los urdidores del Tsunami ha permanecido intacta cuando se ha sabido que la justicia acabaría indultando a sus capataces; de hecho, nadie ha explicado cómo estos viven la mar de panchos mientras algún peón ingenuo del invento ya se ha dado el piro a Suiza.

También tiene cierta gracia ver a tantos compañeros manifestándose contra la represión judicial española en un acto que —como entendería incluso un niño de parvulario— compra punto por punto el relato de Pedro Sánchez; a saber, que España es un estado magnánimo y que el único impedimento para venderlo como enteramente democrático es eliminar togas un poco fachas. Que Jordi Évole o Andreu Buenafuente se sumen a la cruzada para volver a pacificar Catalunya a base de esterilizar el independentismo y ampliar su base (básicamente, para que el PSC vuelva a gobernar a la Generalitat) es muy normal: pero que individuos con cierta neurona independentista se presten a esta comedia es para cerrar el chiringuito y dejarlo estar. Tanta miseria se entiende cuando se comprueba que la idea en cuestión partía de Òmnium y de la ANC, dos entidades que habían nacido con unos objetivos muy lejanos al de hacerle la colada al PSOE.

Que individuos con cierta neurona independentista se presten a esta comedia es para cerrar el chiringuito y dejarlo estar

A mí me provoca una alegría oceánica escuchar a Laura Rosel manifestándose por el derecho de protesta y blablablá, cuando la antigua presentadora de El matí de Catalunya Ràdio se plegó a la censura absoluta de la partidocracia procesista con el movimiento de Primàries; ya no digamos contemplar el rostro marmóreo de Mònica Terribas, con ese aire de trascendencia tan parecida a la amazona escotada de Delacroix, una señora que ha llevado al límite esa bipolaridad existencial inventada por el inefable Joan Gaspar (quien, en idéntico cuerpo y mente, incorporaba la posibilidad de ser vispresident del Barça y también el "amic Joan"), pero en versión indepe cuando visita la sede de Òmnium Cultural y de la Tercera Vía cuando tiene las posaderas en Mediapro. De Basté no hablaré mucho, porque Jordi ya sabe que le quiero mucho, y también hay que decir que con la cara que ponía ya pagaba. Suerte que el acto debió de durar poquito.

A mí todas estas pamemas me importan más bien poco, porque forman parte de unas escurriduras que morirán por sí solas. Pero me saben mal por los conciudadanos de buena fe que todavía confían en la ANC y Òmnium, unas entidades que habían mostrado reticencias bien razonables contra la amnistía (y hacían bien, porque la estrategia correcta, como había prometido Carles Puigdemont, era conseguir que la justicia europea declarara la nulidad del juicio del procés, para así dar un buen cop de falç a la judicatura española) y que han acabado convirtiéndose en un espejo delirante de nuestros partidos político. Por deformación profesional, creo en la racionalidad intrínseca del ser humano, y me cuesta mucho aceptar que los socios de estas entidades se sientan cómodos viendo el enésimo acto de ampliar la base que solo ayuda al establecimiento del españolismo en Catalunya. Que cada uno haga lo que quiera, pero yo de ellos me ahorraría la cuota de estos chiringuitos y me la gastaría en una plataforma.

Dicho esto, periodistas catalanes: ¿qué sabéis del Tsunami? Os escucho.