Ahora son los trenes, antes fue la lengua y antes fue el Catalangate. El independentismo del mientras tanto dosifica las razones con las que quiere cargarse antes de dar un paso en falso y así controlar el caudal del río. La estrategia es sencilla: se trata de separar cualquier problema arraigado en el conflicto nacional del propio conflicto nacional, aislarlo y dar verosimilitud al hecho de que se puede resolver perteneciendo a España. El Catalangate se resuelve apuntalando al PSOE en el Gobierno. La inmersión se apaña pactando una ley con el PSC para salir del paso sin hacer un escrutinio real de la eficacia del modelo. Los retrasos sistemáticos en Rodalies se optimizan traspasando Rodalies. La cuestión es que siempre haya un pleito vinculado al tira y afloja entre Catalunya y España lo suficientemente hinchado para plantarlo en el centro del debate público, apartar lo demás y exponer que los intereses de la Generalitat y los del Gobierno no son exactamente los mismos y que por eso es necesario que los nuestros sean defendidos con una gestión diligente de la autonomía.

La estrategia es sencilla: separar cualquier problema arraigado en el conflicto nacional del propio conflicto y hacer creer que se puede resolver perteneciendo a España

Haber apostado por un independentismo materialista y no nacionalista nos ha llevado a la resolución de que todos los agravios que sufrimos por el hecho de ser catalanes parecen restituibles con un poco de fe y ganas de hablar. La peor pesadilla de Salvador Illa hoy es ser president de la Generalitat porque, perteneciendo al mismo partido que ocupa el Gobierno, no podría jugar el papel de la indignación postiza y la guerra de posiciones, que es el rédito que saca la Generalitat de todo esto. Para el PSOE es muy cómodo que en Catalunya nos dosifiquemos los efectos de ser españoles porque le garantiza una reacción nunca lo bastante iracunda para romper con la dinámica de la buena disposición y el falso diálogo.

La peor pesadilla de Salvador Illa es ser president, porque no podría jugar el papel de la indignación postiza y la guerra de posiciones

El pacto es que ERC —y Junts, por asociación— hacen las gestiones necesarias para parar los golpes que van llegando y a cambio se pueden seguir llamando independentistas. Salvador Illa no podría sacar gesticulaciones forzadas, ni ademanes supuestamente firmes, ni proclamas heroicas con que rascar cuatro votos. Si Salvador Illa fuera president, tendría que afrontar los problemas como vienen y centrar los esfuerzos en hacernos creer que todo se puede arreglar con tiempo y generosidad, eso es, con un poco de paciencia. La diferencia entre eso y lo que hace hoy la Generalitat es que cada vez que aterriza el problemón que llena las ruedas del 3/24 de turno, los nuestros encuentran el resquicio por donde vender el relato que menos mal que están ellos trabajando incansablemente para que al final todo quede siempre resuelto. Al independentismo le interesa ofrecer inmediatez para garantizar seguridad y eso, para el PSOE, es mano de santo.

El pacto es que ERC y Junts hacen las gestiones necesarias para parar los golpes y a cambio se pueden seguir llamando independentistas

Ahora son los trenes y mañana será cualquier otra cosa, y la clase política independentista estará preparada para seguir arreglándole los berenjenales a España esgrimiendo que defienden Catalunya. Para que los votantes independentistas compren hoy y hasta que haga falta este paquete de pragmatismo habrá que seguir barnizándolo todo con la pátina épica de Dolors Bassa decorando con claveles los coches de la Guardia Civil ayer hace cinco años, o Jordi Sànchez y Lluís Llach confabulando ante la Conselleria d'Economia. Los recuerdos son el artefacto de su marketing porque todavía confían en llegar al corazón de los que piensan que en esta gestión de la autonomía no ganamos nada. Quizás, y sólo quizás, con un independentismo menos acomplejado y más nacionalista no estaríamos aquí, porque no habríamos dejado en manos de la puntualidad de los trenes la sensación de merecer más o merecer menos un Estado. Por suerte, eso todavía lo podemos cambiar.