Recuerdo muy vivamente las asambleas estudiantiles de mis años universitarios. Estaban conformadas por una minoría de alumnos (todos y cada uno de ellos con expediente notoriamente mediocre) que, en mítines endogámicos escasamente publicitados, decidían convocar protestas y huelgas absurdas que mierdeaban los derechos y las horas lectivas de todos los estudiantes. A aquellos chavales les interesaba muy poco trabajar, eso era evidente: a menudo me acercaba para ver cómo se atragantaban en discusiones metafísicas de altos vuelos ("votamos si tenemos que votar, "lo importante no es la hoja de ruta sino el calendario de aplicación", etcétera). Algunos de ellos, comunistas de formación y gente de espíritu revolucionario, han acabado calentando silla dentro del apasionante mundo de la sociovergencia. Evidentemente, su lucha no nos regaló una universidad mejor; eran gente de ideales, no de realidades palpables...

Desde entonces me pasa que cualquier cosa que lleve el nombre de asamblea me acostumbra a provocar un tedioso desencanto y una cierta desconfianza. Eso de la Assemblea Nacional Catalana, por ejemplo, me pensaba que —visto el éxito de la entidad a la hora de presionar a nuestros líderes hacia la independencia— ya lo habían chapado del todo. Sinceramente, no entiendo cómo mis conciudadanos de militancia independentista todavía pueden confiar (y sufragar) una entidad dirigida por una funcionaria masista —española, vaya— que, hasta hace muy poco, tenía la garantía política de ser vicepresidida por un chico que hace de payaso. Se ve que el último vodevil implica precisamente a este simpático bufón, que ha abandonado la cúpula con 13 dirigentes críticos más. Haciendo honor a la metafísica asamblearia, los entendidos en el mundo mochilero dicen que la causa del estropicio tiene que ver con los procedimientos democráticos internos.

Una de las cuestiones que más división genera dentro de la ANC es el debate sobre si conviene o no presentar una lista cívica. Tengo que confesar que el debate me sorprende.

A mí eso de quejarse de democracia interna en una entidad donde, durante muchas elecciones, la persona más votada nunca la ha acabado dirigiendo... me parece un deseo, digamos, un poco irrealizable. También me sorprende que haya gente de buena fe que acuse a Dolors Feliu de haberse extralimitado en sus funciones para evitar cualquier discrepancia interna. Pero hijitos míos, ¿que todavía no sabéis que a los convergentes siempre les ha molestado el debate, el disenso e incluso cualquier cosa que se parezca a la inteligencia? ¿No conocéis a la gente del Estado Mayor que ha colocado a esta señora en el pedestal? ¿De verdad os sorprende la metódica de los dueños del mundo asociativo, a estas alturas? ¿Después de tantas décadas de intromisión convergente a la vida excursionista, todavía os hacéis los dolidos? No dudo de vuestro independentismo, queridos dimisionarios, pero dejadme poner entre paréntesis vuestro juicio.

Según cuentan los cronistas, y también ha admitido la propia Feliu, una de las cuestiones que más división genera dentro de la ANC es el debate sobre si conviene o no presentar una lista cívica. De nuevo, tengo que confesar que el debate me sorprende. Porque los independentistas con un mínimo juicio tendrían que haber comprendido (gracias a la experiencia de Junts pel Sí) que cualquier iniciativa cívica que se presente a unas elecciones en el Parlamento acabará cooptada por la partitocracia procesista. Si tenéis tentaciones de montar algo parecido a una lista cívica, queridos asamblearios, repetid conmigo los siguientes nombres: Lluís Llach, Eduardo Reyes, Germà Bel, Carme Forcadell, Oriol Amat, Raül Romeva. ¿Tenéis bastante u os pongo algunos más? Si todavía fruncís el ceño, os lo ruego, volved a la frase anterior y repetid nombres y apellidos. La lista cívica es la Masia de los partidos políticos.

Cualquier iniciativa independentista mínimamente digna tiene que ser contraria a los partidos defensores del autonomismo y, por lo tanto, tiene que apostar por la abstención en las elecciones municipales, en el Parlamento y, ni hay que decirlo, en las de obediencia española. Quien más tendría que entender este principio tan básico son precisamente los sufridísimos miembros de la ANC. Entiendo la pulsión reformadora de muchos de sus socios, lo digo sinceramente. Pero creedme, la única manera de enmendar este sistema es abandonar a los colaboracionistas a su suerte. Yo lo hice hace muchos años, mirando a los futuros vagos y cínicos desde la biblioteca, estudiando como uno loco. Y es así como hoy, por mucho que os duela, puedo compartir con vosotros la verdad. Acaba compensando, creedme.