Pocos segundos antes de levantarme, curioseo tuits en el móvil y veo la ciudadanía virtual muy indignada con el hecho de que un entrenador de fútbol haya osado aplaudir el discurso –infecto– de su caudillo y con la temeridad de una jugadora catalana del mismo deporte (últimamente, vivimos guiados por la bimba) de dirigirse en español a una audiencia global con ocasión de recibir un premio. Qué más da si yo considero estas acciones espantosas o pasables desde el ámbito de la moral y la política; me sorprende, ante todo, la comezón de la turba de casa Musk a la hora de aprovechar los primeros minutos del día para enmendar figuras públicas. Las circunstancias de cada una, las presiones que han recibido –todas humanas y quién sabe si comprensibles– a la hora de comportarse de tal forma o (oh, pecado!) la simple posibilidad de que la hayan pifiado no entra en la ecuación. La única hermandad de la mandada es la enmienda.

He dedicado toneladas de horas a estudiar una profesión que se basa en la duda metódica (y radical) y en que la virtud es una cosa tan difícil de averiguar que llevamos 2.500 años con el tema y todavía fruncimos el ceño para encontrar la definición. Pero las redes tienen alergia a la incertidumbre y está poblada de una gente que no solo tiene el monopolio de la probidad y vomita mucha colonia, sino que basa su existencia en el imperativo de compartir un juicio sumarial. La cosa va más allá de aquello que los yanquis denominan virtue signaling (la excesiva necesidad de fardar de aquello que todo dios asume como bueno para hacerse el alma bella); ahora la bondad la tienes que cumplir bajo amenaza de una fetua de anónimos que hacen de barómetro en la nube. No me extraña que el Elon haya renombrado el invento con una X bien mayúscula, porque eso de la ética consiste en tachar compulsivamente los errores ajenos con la avidez (¡y la máscara!) del Zorro.

Las tiranías siempre acaban con una decapitación ejemplar; y ahora, por si no fuera suficiente, incluso la propia muerte será televisada

Yo amo a la gente que se equivoca, porque sin despistes la vida sería una auténtica boñiga. De hecho, adoro mis pifias con la nostalgia de una abuela que mira el álbum fotográfico de sus amigos traspasados. No puedo imaginar una vida más desdichada que la de uno uno que no haya experimentado el principio temblón de un galimatías y desconfío plenamente de toda esta aristocracia de la virtud que parece haber nacido con el manual del perfecto quedabién bajo el sobaco. Todos hemos aplaudido o hemos improvisado cara de circunstancias ante hechos execrables; todos, si es que hemos vivido escenarios de mínima complejidad, nos hemos visto obligados a repetir la ducha matinal ante una situación dónde utilizábamos los otros como medios u ofrecíamos nuestra carcasa como moneda de cambio. En teoría, de eso solo se salvaban los monjes, y la experiencia ya nos ha enseñado dónde acababa su castísima rectitud moral...

¿Eso ha ocurrido en particular en el mundo del periodismo, un universo especialmente afectado por los nuevos dispensarios de la ética donde ideas como el contexto de una situación aparentemente hiriente o, simplemente, preguntas como uno simple "quieres decir?" ya provocan que una legión de parroquianas te acuse de encubrir a los cirujanos de Auschwitz. Es una suerte que toda esta peña esté más bien poco documentada y no se ocupe de biografiar a los grandes hombres y mujeres del pasado (escoged al santo que más os complazca, incluso en la vida más angélica habrá uno algo vergonzoso) y que también, a pesar de su presencia creciente en las universidades del planeta, no tengan como manía examinar obras de arte. En ojos de esta tiranía virtuosa no existe la posibilidad ni de abrazar una conversión; cojas a quien cojas, de Homero hasta Wagner, siempre habrá motivos para censurar algún versito.

Deben ser cosas de la edad, porque a mí cada día me apasiona más lo que no entiendo o incluso aquello que me molesta de otros. Justamente por este motivo (que en casa somos de Nietzsche) siempre he preferido enorgullecerme mucho más de mi vómito que de mi perfume, y es así como he exhibido mis cagadas de wanderer de tres al cuarto con la alegría de un repartidor de cómics en los Encantos. He visto a demasiados amigos devorados por su propia pretensión de ser perfectos; cuando les llega una quiebra, por banal que sea, no los salva ni una piscina bañada con gotas de Rivotril. Por eso compadezco a tantas diosas de la virtud. Las tiranías siempre acaban con una decapitación ejemplar; y ahora, por si no fuera suficiente, incluso la propia muerte será televisada. Ahora ya puedes compartir el artículo y, sobre todo, no dejes de enmendarlo y consultar el manual freudiano para ver cuántos pecados esconde una prosa tan hortera.

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