La vida, a veces, tiene momentos de justicia poética, que si bien no reparan el posible daño causado, sí que, como mínimo, reconfortan espiritualmente. Es el caso de la investigación judicial de la que está siendo objeto el exministro del PP Cristóbal Montoro por embolsarse con una mano los recursos públicos que cobraba de los contribuyentes con la otra. Presuntamente, claro, pero aun así se trata de un escándalo de los grandes, en la medida en que la supuesta estafa habría consistido en realizar reformas legislativas para beneficiar a determinados sectores —entre ellos empresas energéticas, constructoras, papeleras o casas de juego y apuestas—, que así tenían que pagar menos al erario público, a cambio de las jugosas comisiones que recibía, por el trabajo realizado, el despacho que él mismo había fundado y del que era propietario junto con otros socios.

Cristóbal Montoro fue ministro de Hacienda primero con José María Aznar en la Moncloa, entre 2000 y 2004, y después con Mariano Rajoy en el mismo lugar, entre 2011 y 2018. Se ve que fue en el interregno entre las dos etapas como ministro, pero, cuando continuaba teniendo cargo como diputado en el Parlamento Europeo y en el Congreso, que habría ideado la trama que pondría en práctica a la vuelta. Lo más repulsivo del caso es que resulta que quien ponía la mano en la caja era el administrador de las finanzas públicas de España, el responsable de hacer que los números cuadraran, el encargado de imponer recortes a diestro y siniestro, a los particulares y al resto de administraciones. Y mientras aleccionaba a todo el mundo con la máxima de cabecera de que se debía de estrechar sí o sí el cinturón, mientras restringía los recursos a autonomías y ayuntamientos y los hacía pasar por el aro, con la excusa de que a raíz de la crisis económica de 2008 nadie podía malgastar ni un céntimo, él se enriquecía a manos llenas. Por todo ello, su comportamiento era de lo más reprobable.

Y es que, debido a todo ello, y con una voz característica que aún lo hacía más despreciable, Cristóbal Montoro talmente parecía el Tío Gilito, la traducción castellana del personaje de animación Scrooge McDuck creado por la factoría de animación de Walt Disney, de la serie del Pato Donald. El Tío Gilito era un pato multimillonario, conocido, de hecho, por ser el pato más rico del mundo, que vivía en la ciudad ficticia de Duckburg, Patópolis o Patoburgo en castellano, en una bóveda gigante llena de monedas y billetes que era, a la vez, el edificio más alto del municipio. Perspicaz hombre de negocios, y muy avaro, había trabajado duro para alcanzar sus objetivos y había amasado una gran fortuna después de una vida de aventuras por todo el planeta, y siempre necesitaba tener nuevos retos y nuevas metas para añadirlos a los ya conseguidos porque, si no, se deprimía. Como para que todavía haya quien no quiera reconocer que la realidad supera a la ficción.

La escena política española es una competición entre el PP y el PSOE para ver quién es más corrupto

Por mucho que actualmente esté retirado de la primera línea de la política, no hay duda de que el escándalo destapado en torno a Cristóbal Montoro afecta de lleno al PP —que se haya dado de baja del partido no les exime de nada—, tanto por la magnitud de las cantidades previsiblemente defraudadas al fisco como por tratarse no de un tipo cualquiera, sino de quien tenía el control de la hacienda pública de todo un país en las manos. Con el poder que acumuló, no solo cometió un presunto delito de fraude, tráfico de influencias o revelación de secretos, sino que también intimidó a muchos personajes de la esfera política y económica con toda la información que, según parece irregularmente, poseía. Entre ellos estaría, por ejemplo, Jordi Pujol y su familia, que a saber si no podrían pedir la nulidad de las actuaciones en virtud de las cuales han sido investigados, en tanto que derivan del periodo en que el comportamiento del entonces ministro de Hacienda había creado una situación completamente irregular y contaminada por su mala praxis. Es por todo ello que Alberto Núñez Feijóo debería decir algo convincente, y más si durante la época de presidente de Galicia había contratado la consultoría de Cristóbal Montoro y le había pagado casi 175.000 euros por los servicios prestados.

Que todo este caudal informativo, en todo caso, haya salido ahora a la luz pública no es casualidad. Justo cuando Pedro Sánchez se encontraba más acorralado por el caso Santos Cerdán, va y aparece un contrapeso que le permite coger aire y desviar la atención hacia su principal adversario, el PP. En política, pocas cosas, por no decir ninguna, pasan por azar. La investigación al exministro de José María Aznar y de Mariano Rajoy, pues, no es fortuita, pero tampoco lo es la persecución de la que es objeto el líder del PSOE. En un caso y en el otro son los poderes ocultos del estado los que regulan que nada se les escape de las manos. Sea como sea, para Pedro Sánchez es un balón de oxígeno inesperado que no piensa desaprovechar, y más si resulta que gracias a ello puede recuperar el protagonismo y apuntarse la medalla de poder revertir todas las reformas impulsadas por Cristóbal Montoro que generaban grandes privilegios en determinadas empresas. O, cuando menos, esta es la propaganda oficial que el PSOE se ha apresurado a poner en circulación.

La escena política española es, en estos momentos, una especie de competición entre el PP y el PSOE para ver quién es más corrupto. La realidad es que ninguno de los dos está en condiciones de dar lecciones de nada y trabajo tienen para controlar a los gallineros respectivos, donde quien no la hace es realmente porque no puede. La última fechoría es la de la falsificación del currículum de la joven promesa del PP Noelia Núñez, de la cuerda de Isabel Díaz Ayuso, que el PSOE no ha desaprovechado para meter cucharada. Una mala costumbre, esa de poner en el currículum estudios que no se tienen y trabajos que no se han hecho, muy extendida —el PP y el PSOE se la tiran por la cabeza como si fuera la cosa más natural del mundo porque ambas formaciones tienen la tira de representantes que la han puesto en práctica— y que en el fondo indica cuál es la talla de quienes, como mínimo en España, se dedican a la política. A todos los cuales la experiencia del Tío Gilito del PP no les servirá precisamente de ejemplo.