El liderazgo exhausto de Carles Puigdemont se ha convertido en un recurso perfecto para volver a introducir la autodeterminación en las comedias de la agenda autonómica. Todo el mundo sabe que el PSOE no negociará nunca con el president exiliado. Si el PSOE negocia algo alguna vez con Barcelona será un cambio de fiscalidad en toda España para que "los suyos" puedan gobernar Catalunya durante un par de décadas. La figura del president exiliado solo tendrá valor en la medida que contribuya a disolver un poco la abstención y, sobre todo, en la medida que permita restablecer el juego político en Madrid.

Los cantos a la concordia de Ivan Redondo, y los elogios de Toni Aira a Puigdemont, tienen de trasfondo el bloqueo político español que tanto preocupa en La Vanguardia. Los puentes entre el PSOE y el PP están rotos porque la derecha española no tiene margen para gobernar España sin Catalunya. Los ruegos de Salvador Sostres para que el PP pacte con el independentismo van en la misma dirección, y sugieren que las tensiones dentro del partido de Feijóo son tan fuertes como las JxC. Mientras ERC y la abstención dominen el debate político catalán, la derecha española solo puede volver a la Moncloa de la mano de VOX, y esto no ayuda a pacificar Catalunya ni el País Vasco.

El partido del Rey sirve para promover el darwinismo, igual que hizo Tejero en los 80, pero no sirve para devolver el prestigio a la democracia española. Santiago Abascal es la respuesta madrileña a Albert Rivera, un detritus del franquismo más o menos civilizado por el éxito de la Transición y de la integración europea. En Madrid tienden a ver la política a través de los números de las grandes mayorías, y encuentran inconcebible que cuatro catalanes rebeldes puedan bloquear España. En Catalunya, el régimen de Vichy tampoco ha tenido en cuenta el elemento espiritual de la política y rasga una sábana con cada jornada electoral.

Puigdemont, pues, ha vuelto a tomar cierto protagonismo para que los chicos de Clara Ponsatí puedan montar su partido minoritario disfrazado de proscritos y feministas. Si Puigdemont tuviera algún poder real, Ponsatí habría tenido que dimitir después de la puñalada que le clavó en público, en Bruselas. Si los chicos de Ponsatí tuvieran algún criterio propio, no tendrían tantos ataques de dignidad después de haber estado durmiendo durante cuatro años y de haber dejado una parte de su espacio político natural en manos de Silvia Orriols y sus mecenas convergentes, aparentemente trumpistas.

Lo último que nos conviene es correr hacia delante o hacia atrás para que Puigdemont, o Ponsatí y sus herederos, tengan prisa para pasar el rastrillo entre los abstencionistas

La gran preocupación del oficialismo catalán es disolver la abstención antes de que la decadencia del espacio de CiU cristalice con una cultura política que las momias del autonomismo no controlen. En el fondo se trata de rehacer aquel famoso ejército de nacionalistas voluntariosos y abnegados que Jordi Pujol exaltaba en las escuelas de verano de la JNC. Para que España vuelva a funcionar hace falta que la identidad catalana adopte los valores blandos de la globalización y que la lucha por la autodeterminación quede circunscrita en un partido que difunda los venenos humanitaristas de la CUP, que ya sirvieron para pervertir el procés.

Puigdemont es un cebo propagandístico del pasado y tiene que servir, un poco como Tarradellas, para folklorizar la identidad catalana en una España democrática dominada por la xenofobia castellana de Madrid. Para enterrar el 1 octubre, las izquierdas españolas y una parte del PP creen que hay que solucionar el problema personal de Puigdemont y celebrar otro referéndum que legitime la subordinación de Catalunya. El nombramiento de Astrid Barrio por el Govern de Pere Aragonès es solo una pieza del tablero. Los resultados electorales ofrecen ahora la ocasión de trabajar para intentar completarlo con facciones subsidiarias de cariz nacionalista.

El problema principal, en mi opinión, es que Catalunya se encuentra en una falla histórica de una profundidad enorme, comparable con la que sufrió en el paso de la edad media a la edad moderna con las migraciones del sur de Francia. El procés fue el canto del cisne de la Catalunya provenzal, que ya había quedado muy tocada por el franquismo. No sabemos muy bien qué país vamos a tener de aquí a unos años. Pero dudo que se pueda volver atrás y que se pueda rehacer el sistema político catalán en los mismos términos que dominó el pujolismo. Nos conviene más un pacto fiscal liderado por el PSC que un referéndum de autodeterminación liderado por el independentismo woke, hijo de todas las mentiras del proceso.

Catalunya necesita tiempo y España y Europa tienen prisa. Ni Puigdemont ni Ponsatí no tienen ninguna autoridad para dar lecciones de patriotismo a Junqueras que, como mínimo desde hace cinco años, tiene muy clara su estrategia reformista. Los elementos volubles de Primàries, de Ordre i Aventura y de mi querida FCO habían estado hasta ahora en la reserva. Pero Puigdemont falla, la CUP flaquea, y los jóvenes independentistas crecen sin referentes que canalicen su codiciada energía hacia el viejo autonomismo. Estamos donde estamos porque hemos tomado las decisiones que hemos tomado, y lo último que nos conviene es correr hacia delante o hacia atrás para que Puigdemont, o Ponsatí y sus herederos, tengan prisa para pasar el rastrillo entre los abstencionistas.