El resultado de la primera vuelta de las elecciones francesas ha vuelto a situar el debate político en la dualidad entre autoritarismo o democracia. Esta es hoy la gran división en el mundo. Se ha achacado la culpa del crecimiento de la extrema derecha, principalmente, a las izquierdas, pero, si situamos el debate a este nivel, son todos los partidos tradicionales los responsables de que hayamos llegado hasta aquí. El problema es que estos partidos son percibidos como organismos que se preocupan más de sus problemas internos y sus pugnas por el poder que de los problemas de los ciudadanos. Y cuando estos se encuentran ante problemas, muchos de los cuales, por cierto, tienen como protagonistas a los jóvenes ―paro, precariedad laboral, problemas de acceso a la vivienda― se abonan las condiciones para que aparezcan líderes y formaciones que frente a problemas complejos ofrecen soluciones sencillas. Mal negocio, como deberíamos saber, porque son herederos de quienes han llevado a Europa y al mundo a sus episodios más oscuros. Pero sería demasiado reduccionista buscar las causas en los viejos partidos de cada país. Porque esta es una tendencia global. Que también tiene las causas, efectivamente, en el aumento de las desigualdades, con grandes sectores de población en cada país que se sienten ignorados y despreciados, y países enteros que también se sienten así. Pero no sólo. También existe un sentimiento de ignorancia y desprecio en la superioridad moral de los valores de los que se han dado en llamar WEIRD (occidentales, educados, industriales, ricos y democráticos). Extraño, en el acrónimo en inglés.

Ignoro si un cinturón democrático es la mejor solución. De hecho, la mejor solución es que los partidos tradicionales vuelvan a ser herramientas que solucionen los problemas de la gente o, por lo menos, les intenten hacer la vida mejor

Se ha proclamado como solución para frenar el nuevo autoritarismo que haya un cinturón ―unos le llaman sanitario, pero deberíamos llamarlo democrático― consistente en que la extrema derecha no pueda gobernar en las instituciones. Algo que en España se han saltado a la primera de cambio, con Vox gobernando la más extensa autonomía, la de Castilla y León. No es muy raro, teniendo en cuenta que, como en cada país, este movimiento tiene unas particularidades en España. Aquí se blanquea el nuevo fascismo por motivos históricos. Antes estaba en el PP, ahora está en Vox, pero nunca se ha ido, porque la Transición les permitió mantenerse en el poder como si nada hubiera pasado. De hecho, España está más dividida políticamente que Catalunya porque aún pervive en ella lo de los azules contra los rojos. Motivo por el que, por ejemplo, nunca se enseñó la Guerra Civil en las escuelas. Motivo por el que, por ejemplo, en un país con una ficción televisiva de altísima calidad, no se hacen series sobre la Guerra Civil. El último ejemplo lo tenemos con la cancelación por parte de Movistar de la serie sobre la Guerra Civil del aclamado Rodrigo Sorogoyen. Más de 80 años después no se puede hablar de ello con normalidad, porque, en realidad, no han pasado 80 años.

Independientemente de lo que hayan decidido en Castilla, ignoro si un cinturón democrático es la mejor solución. De hecho, la mejor solución es que los partidos tradicionales vuelvan a ser herramientas que solucionen los problemas de la gente o, por lo menos, les intenten hacer la vida mejor. Algo que, como hemos visto, en el mundo actual, difícilmente puede hacerse a escala local. La solución debe venir a nivel global. Pero debe empezar por cada rincón del mundo. Los neofascistas son capaces de coordinarse, también deberían serlo los defensores de las democracias liberales. Hace un tiempo, el mundo parecía unirse, también en un conjunto de valores universales. Ahora el mundo está divergiendo y han surgido movimientos contra la globalización, a raíz de la crisis de 2008, a derecha e izquierda. Hemos llegado a una rivalidad económica y política que ha terminado siendo cultural. Y en esta batalla cultural, las democracias deben mostrar que los líderes autoritarios no están preocupados por el reconocimiento de todos los ciudadanos, sino que sólo son instrumentos para aumentar su poder. Pero, sobre todo, deben ser útiles y llegar a las mentes y corazones de las personas.