El 19 de julio de 1936 tenían que comenzar a celebrarse en Barcelona las Olimpiadas Populares como alternativa a los juegos de la vergüenza de 1936 en el Berlín nazi, que llegaron después del Mundial de Fútbol de la vergüenza de la Italia fascista. Ya ven que en esto de disputar campeonatos donde no se han de disputar, las federaciones internacionales tienen una larga tradición, así con la Italia fascista o la Alemania nazi como el Qatar de la monarquía absolutista.

En la Olimpiada Popular de Barcelona se esperaban no menos de 6.000 deportistas obreros, entre los que estaban varios exiliados políticos. Pero los cañones pusieron fin a aquellas olimpiadas antifascistas de Barcelona, ​​justo la víspera de la inauguración, el 18 de julio, en el estadio de Montjuïc, con el levantamiento de Franco. Algunos deportistas incluso participaron en las primeras batallas de la Guerra Civil española, como Emanuel Mink, fallecido hace poco más de 10 años en París. Era un futbolista judío polaco emigrado a Amberes, que se enroló en las Brigadas Internacionales tras decidir que si no podía combatir al fascismo en un estadio, lo haría directamente. Tanto combatió, que al terminar la guerra terminó en el campo de Argelès y más tarde pasó por varios campos de concentración nazis. Mink es uno más de los desconocidos de esta historia que viene de tan lejos. También ahora en Italia, como en los años treinta, tienen a un aprendiz de Mussolini. También ahora en Europa, como en los años treinta, vive el fantasma del fascismo. Pero también ahora en Barcelona sigue siendo un núcleo del antifascismo, con nuevos héroes como Òscar Camps, enlazados internacionalmente también con nuevas heroínas como Carola Rackete, la capitana del Sea Watch, que hacen frente a Il Capitano Salvini.

La historia es tozuda y al igual que lo era a ojos del franquismo, Catalunya sigue siendo un bastión del republicanismo, una piedra en el zapato del gobierno de turno

Tener anhelos republicanos y antifascistas no es elegir una vida fácil. Una de las primeras cosas que hizo Franco cuando llegó al poder fue querer humillar al pueblo catalán haciendo disputar en ese estadio de Montjuïc donde tres años antes se tenían que hacer las olimpiadas antifascistas, la primera final de la Copa del Generalísimo. El 25 de junio de 1939, ante miles de espectadores, el Sevilla y el Racing de Ferrol (del Caudillo) salieron al campo, brazo levantado, y con el Cara al Sol en la megafonía en la media parte. El saque de honor lo hizo la hija del general José Solchaga, que dirigió la última ofensiva militar sobre Barcelona. Ganó el Sevilla 6 a 2, con goles de Campanario, Pepillo y Raimundo. Campanario, que hizo tres, levantó la Copa que le entregó el general Moscardó como presidente del Consejo Nacional de Deportes. El ABC hablaba al día siguiente de "éxito indescriptible de España en Cataluña, que siente y palpita para siempre identificada en los comunes y trascendentales rumboso de la gran patria redimida".

La historia es tozuda y al igual que lo era a ojos del franquismo, Catalunya sigue siendo un bastión del republicanismo, una piedra en el zapato del gobierno de turno. Antes se jugaban finales de la Copa del Generalísimo, ahora se hacen consejos de ministros. Pero la historia es larga. Porque la insumisión al centralismo español no la hemos inventado ahora. Ni el intento de amordazar, de humillación y de venganza son nuevos. El contexto sí es otro, ahora el contexto incluye Europa, la Unión Europea, que es la que debe evitar que pase lo que efectivamente ocurrió en los años treinta. Y, por mucha culpa que tenga en las recetas contra la crisis económica, la UE es una historia de éxito, que ha sustituido la guerra por una extraordinaria burocracia. Y ese es el nuevo escenario donde se juega la partida, afortunadamente. Porque en lugar de armas, los mecanismos de represión del Estado son por fuerza más sofisticados, pero el contexto europeo ofrece nuevas posibilidades, y se exigirán. Ahora bien, estaría bien que nadie piense que es la primera generación de la historia que emprende un pulso político de gran magnitud. Y estaría bien entender que la historia no tiene un punto final. Y que hay un gran patrimonio colectivo llamado 1 de octubre que se ha de explicar mejor, que hay que saber gestionar mejor, que hay que hablar a los ciudadanos como adultos, que se han de explicar los errores cometidos, que se ha de explicar la realidad de un país mucho más complejo, que se ha de explicar cuál es el horizonte y que para hacer todo esto se necesitan nuevos liderazgos que no sean suplentes de los titulares, sino sustitutos definitivos.