Después de las elecciones de medio mandato en Estados Unidos la revista The New Yorker ha hecho una portada que ha dado la vuelta al mundo. Barry Blitt ha dibujado en blanco y negro una habitación llena de señores mayores, blancos, aburridos y encorbatados y una puerta que se abre donde aparecen, a color, nuevas caras sonrientes que iluminan el futuro ante el susto de los hombres por defecto que han ostentado el poder social y económico en Estados Unidos. Son caras como la de la demócrata neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez, de origen latino y 29 años, la camarera millennial convertida en la legisladora más joven de los Estados Unidos. O las de Ilhan Omar y Rashida Tlaib, las dos primeras congresistas musulmanas. Una, llegada a los Estados Unidos como refugiada somalí y la otra nacida en Detroit, de origen palestino.

Es el mundo que viene. Es la revolución en marcha más importante. La cuarta revolución feminista, dicen los entendidos. Derechos civiles ―desde la Revolución Francesa hasta el siglo IX―, sufragio ―de mediados de los XIX hasta la Segunda Guerra Mundial―, derechos reproductivos y sexuales ―desde los años sesenta― y, ahora, decir basta a las agresiones sexuales e igualdad real en todos los ámbitos. Una simple cuestión de derechos humanos, por lo tanto. Y o estás con los derechos humanos o estás en contra. Punto.

La poetisa libanesa Joumana Haddad ha estado en Barcelona y ha hablado de la leyenda de Lilit. Según el judaísmo de la Edad Media, Dios creó a Adán y Lilit de manera igual. Pero en el Paraíso tuvieron una pelea a la hora de mantener relaciones sexuales. Lilit no quería estar debajo de Adán y abandonó el Edén para no estar sometida a los deseos de nadie. Y fue entonces cuando Dios creó a Eva. Eso sí, esta vez a partir de una costilla de Adán, para que estuviese sometida a la figura masculina para siempre. Pero Lilit ha vuelto y Adán tiembla. Porque Adán ―y Eva también― tienen que cambiar muchas cosas de la masculinidad. Obviamente, la violencia. Esta lacra vergonzosa de recurrir al maltrato psicológico y la fuerza física. Pero también tiene que cambiar cómo se ejerce el poder. Incluso cómo los hombres se visten y representan su papel. Y, sobre todo, tiene que cambiar cómo sienten los hombres.

Vivimos y respiramos en el mundo del hombre por defecto, que nace privilegiado, porque la sociedad funciona según sus reglas. Que impregnan el Estado, los medios y los negocios

Les parecerá que la vestimenta es algo menor. Quizás sí. Pero aunque quizás no hace al monje, el poder tiene un hábito. Y hay que poner fin a un teatro absurdo de construcciones sociales. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué hay una estética masculina consistente en músculos, tatuajes, una barba cuidada y el torso depilado? ¿Una hipermasculinidad cosmética que se completa, a ser posible, con coches ruidosos con música a todo trapo? Porque sin las fábricas y una menor necesidad del trabajo físico, añadido a una cultura más visual, muchos hombres han decidido comprar la masculinidad. Porque temen perder el rol del hombre de verdad. Y en lugar de ir a la fábrica, van al gimnasio. En lugar de forjar hierro, levantan pesas.

Es una reflexión interesante que hace el ceramista inglés Grayson Perry en un libro que les recomiendo: La caída del hombre. Dice más cosas. Que entroncan directamente con la portada de The New Yorker: el poder. Un poder en manos de hombres blancos, heterosexuales, de clase media y de mediana edad, que actúan muy por encima de sus posibilidades. Los llama el hombre por defecto. El hombre blanco que coloniza los puestos de mando y los ingresos más altos. Hombres que por ser como son tienen la posibilidad, como dice John Scalzi, de jugar al videojuego de la vida en el nivel más bajo de dificultad. Vivimos y respiramos en el mundo del hombre por defecto, que nace privilegiado, porque la sociedad funciona según sus reglas. Que impregnan el Estado, los medios y los negocios. Barry Blitt acierta. El hábito hace al monje. El hombre por defecto ha monopolizado la estética de la seriedad. Quien aspira a ser tomado en serio se viste como un hombre por defecto, con aquel traje gris de ejecutivo occidental.

Son siglos de patriarcado los que hacen necesario que se descosa la ideología predeterminada del tejido social que prioriza la rentabilidad y la ambición por encima de la cohesión, la calidad de vida, la cultura o la felicidad. Lo que nos lleva a la emoción. A cómo sienten y se sienten los hombres. Hombres que hemos recibido como código la supuesta dureza, la inexpresión de sentimientos, el hacerse los fuertes. Hacerse el hombrecillo. Los hombres tienen que cambiar su relación con la violencia y el poder y esto debe empezar por sus emociones. Está en juego el bienestar de la humanidad. Fíjese que el populismo, sea en la vertiente trumpista, putinista o neofascista tiene todos estos rasgos del patriarcado. Pero seamos optimistas. En el mundo hay ahora mismo dos realidades. Una involución neofascista. Pero también, entre otras, una revolución feminista. Santiago Abascal a caballo o Lilit. Escoja.